Recordando el fusilamiento de Miguel Hugo Vaca Narvaja

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Un 12 de agosto de más de cuatro décadas atrás, en medio de un frío invierno argentino, los soldados lo vinieron a buscar.

“Vaca Narvaja, Miguel Hugo”, gritó el guardia cárcel.

Estábamos en la prisión política UP1, un centro clandestino de detención, en donde el General Luciano Benjamín Menéndez, la “Hiena”, concentraba a prisioneros políticos de la jurisdicción del IIIer Cuerpo de Ejército.

Parado contra la pared, doblé mi cabeza y, apenas mirándolo de costado, le susurré:

“¿Querés que te dé mis zapatos?”

Me miró sin entender.

“Mis zapatos”.

El guardia sacó las cadenas de la puerta de rejas de esa celda número 1 del pabellón 6 y Hugo (porque le decíamos Hugo, el nombre del padre que llevaba con orgullo); Hugo caminó hacia el pasillo a juntarse con otro prisionero, Higinio Toranzo, que estaba en esa lista de cuatro que seguramente el mismo General Menéndez había confeccionado.

Y nunca más lo vimos.

Carolina

En mi exilio en California, 44 años más tarde y en medio de esa pandemia destructora que fuerza al aislamiento, me crucé por casualidad, en ese mundo de bytes electrónicos de Facebook, Twitter y otras plataformas similares, con un nombre en el que inmediatamente reconocí el apellido: Carolina Vaca Narvaja.

“Yo estuve con Hugo en la celda #1 en el 76. Saludos”, le escribí en Messenger sin saber por qué ni para qué.

Días después, me encontré con Carolina, Hernán, Gustavo y otros familiares. Y traté de hablarles de Hugo, traté que entendieran la maravillosa persona que ese esposo, padre, hermano, había sido.

Y a no equivocarnos. Hugo no era un pibe ingenuo, como yo con mis 22 años y todos esos sueños que cayeron hechos trizas por el avasallante poder militar en esa Argentina de efervescencia social. Hugo era todo un señor.

Tenía 35 años y era abogado; valiente defensor de presos políticos en un tiempo de peligro. Había sido Procurador del Tesoro de Córdoba, apoderado del Partido Auténtico. Después de todo, venía de una familia con tradición política. Su padre Hugo (en 1976 fue secuestrado y decapitado por los soldados del General Menéndez) había sido ministro del Interior en la década de 1960, su hermano Fernando fue un destacado opositor a los gobiernos militares que cofundó la organización Montoneros, su hermana Patricia terminaría siendo embajadora argentina en México.

Pero a pesar de los títulos y el abolengo político, Hugo era un hombre simple, amable, que hablaba de igual a igual con los otros abogados en la celda, pero también con los más humildes obreros y estudiantes.

Memoria

Desde que me fui a Canadá en 1980, después de estar cuatro años en las cárceles de la dictadura cívico-militar argentina y haber sido adoptado como prisionero de conciencia por Amnistía Internacional, he hablado sobre ese 1976 y los secuestros, las torturas, los centros clandestinos de detención, los 30,000 desaparecidos, los ´vuelos de la muerte´, los bebés apropiados, en innumerables ocasiones y en diferentes países.

Y cada vez que menciono esos nombres, los de Hugo, Higinio, Gustavo, Pablo, ´Paco´, René, Florencio y los otros 24 compañeros que fueron asesinados en la UP1, me vuelve esa misma sensación de llanto.

Y sigo hablando. Y sigo recordando. Y sigo denunciando. A veces con un poco de reflexión histórica y siempre con mucho de angustia y bronca.

Como dice León Gieco, “Todo está guardado en la memoria / Espina de la vida y de la historia…”

“Tirar la moneda…”

Después que Hugo salió de la celda, con sus zapatillas y no con mis zapatos, nunca más lo volví a ver. No sé exactamente qué ocurrió. Pero las atrocidades de la dictadura militar argentina, en gran parte, han sido bien documentadas.

Eduardo De Breuil, que era un prisionero político en otro pabellón de la misma prisión, también fue llevado ese 12 de agosto por la misma patrulla militar. En abril de 1977 denunció ante un juez federal lo que ocurrió:

“El día del 12 de agosto de 1976, cerca del mediodía, somos sacados de nuestras celdas, por el empleado de la cárcel Leguizamón acompañado de varios militares. Luego me esposaron atrás y me vendaron los ojos, lo mismo hicieron con mi hermano Gustavo, con Toranzo y con Vaca Narvaja. Nos sacaron de la Penitenciaría provincial. (…) Anduvimos acostados en el piso en un vehículo menos de media hora, hasta que el mismo se detuvo brevemente para seguir su marcha dos o tres minutos más tarde y detenerse por completo. (…) Nos introdujeron en un local que estaba a escasos metros del lugar en donde había parado el vehículo que nos había traído. En ese lugar nos hicieron tirar en el piso boca abajo. Allí permanecimos más de media hora. Yo los escuché cuando dijeron “hay que tirar una moneda a ver cuál de estos dos chicos le toca”. (…) Alguien nos preguntó quién era Eduardo De Breuil, respondiéndole que yo. Nos levantaron a todos y nos pusieron algodón en la boca, nos hicieron caminar unos metros, abrieron la puerta de un vehículo acomodándome en el piso, subió el conductor y otra persona más y arrancaron. Escuché que por lo menos otro vehículo nos seguía. (…) Enseguida dejaron el pavimento y anduvimos escasos minutos por un camino de tierra lleno de pozos… Sentí que alguien ordenaba ver si venía alguien. Inmediatamente oí varias detonaciones, luego me bajaron del vehículo, me hicieron avanzar unos metros, me quitaron la venda, advirtiéndome que sólo mirara para abajo, mostrándome uno a uno los cuerpos de los compañeros muertos. Vaca Narvaja tenía un tiro en la cara, mi hermano Gustavo en el pecho y Toranzo también. Me dijeron que fuera a la cárcel y les contara bien a todos los compañeros lo que vi y que les dijera que eso nos iba a pasar a todos”.

Publicado originalmente en: https://hispanicla.com/48756-48756

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Néstor Fantini
Néstor Fantini
Analista y CoFundador de HispanicLA
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