martes, 10 diciembre 2024
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¿Quién da de comer a quién? Reflexiones sobre la dependencia

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Aspirar a que nuestros paí­ses alcancen las mismas condiciones de estos paí­ses, procurando producir lo que estos producen, es una aspiración poco realista, cuando nuestro proceso histórico siempre ha estado en el lado del bando dominado y sometido

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Usualmente, la ciencia económica tradicional ha centrado su foco en los mercados y sus interacciones, dejando fuera del análisis, relaciones socioeconómicas que garantizan el funcionamiento del sistema económico.

Lo anterior ha resultado en que, tanto desde la economí­a como desde la polí­tica, la concepción del desarrollo, ha tenido como punto de referencia a los hombres, al sector empresarial y a los llamados paí­ses del primer mundo, colocándoles como los proveedores y los "no-dependientes". En contraste, se ve como "las y los dependientes" a poblaciones y naciones con recursos, condiciones y participaciones distintas a esas figuras hegemónicas del desarrollo.

Así­, cuando los análisis hablan de la necesidad de que estas "poblaciones y naciones dependientes" se coloquen en el camino hacia el desarrollo, se suele proponer que busquen estrategias de participación en los mercados, que les acerquen a las formas en que lo hacen estas figuras hegemónicas del desarrollo, desconociendo (en el sentido de no reconocer) que estas poblaciones y naciones tienen vivencias históricas distintas y que más bien, el desarrollo de unos se ha basado en la expropiación y en la explotación de las otras.

En este sentido, desde la perspectiva de la justicia social, vale la pena hacer ver que los indicadores tradicionales del desarrollo y las concepciones sobre la dependencia, padecen, entre otras cosas, de sesgos de género y clase.

Procuraré aquí­ contribuir a estas reflexiones a distintos niveles de la actividad económica: el nivel familiar, el nivel nacional, el nivel internacional, y sobre cómo las interacciones intranivel, son determinantes para lo que sucede en los otros.

En esta lí­nea, si analizamos el funcionamiento de las relaciones económicas de las familias y reconocemos que usualmente entendemos la dependencia económica solo en función de diferenciar entre quien provee los ingresos y quién no, resulta que, cualquier integrante de la familia que no sea la persona proveedora, la colocamos en la categorí­a de dependiente, y con ello negamos el aporte al desarrollo familiar, que realizan personas que de manera no remunerada, garantizan aspectos básicos de la sobrevivencia y la sostenibilidad de la vida.

De lo anterior es importante hacer ver que para que los ingresos realmente se traduzcan en bienestar, se necesita que estos se materialicen en bienes y servicios que consumen las familias (incluyendo al proveedor de los ingresos). Es decir, que se necesita que alguien se haga cargo de cocinar, ir a pagar el recibo del agua, limpiar la casa, cuidar a las hijas e hijos.

Podemos decir entonces que lo que hay en realidad es una dependencia mutua entre quien provee los ingresos y quien provee los servicios; pero, si a esto le agregamos que la división sexual del trabajo usualmente ha colocado a los hombres como los proveedores y a las mujeres como las encargadas de las tareas domésticas y de cuidados, podemos afirmar que, aunque no se reconozca, la sobrevivencia de los hombres ha dependido de las mujeres y de su (nuestro) trabajo. Y si a esto agregamos que muchas mujeres también hacemos trabajo remunerado y aportamos ingresos a la familia, resulta que la dependencia es aún mayor.

Pasemos ahora a revisar las relaciones de producción y comercio en el plano nacional: el pensamiento económico dominante nos hace creer que "la inversión" es lo que salva a nuestros paí­ses, que el sector privado genera bienestar y desarrollo a través de la generación de empleos, y que por lo tanto tenemos que facilitarla, a través de estructuras tributarias que "incentiven" la inversión, evitando la supuesta excesiva regulación de las relaciones laborales y facilitando el otorgamiento de permisos para la extracción o destrucción de recursos (para el caso de El Salvador, sabemos de sobra que algunos de los casos más prominentes de una estrategia de inversión de este tipo, son las actividades de maquila textil, centros de llamadas y turismo).

Desde esa perspectiva, quien provee de ingresos a la población trabajadora y de riqueza al paí­s es el sector empresarial y, la población trabajadora y el estado, son en este caso, "los dependientes". Pero por más que el sector privado cuente con terrenos donde instalar sus empresas, invierta en infraestructura y/o maquinaria y materia prima, estas por sí­ solas, no crean ni comercializan esos bienes y servicios. Estos solo pueden generase y comercializarse a partir del trabajo humano. De manera que hay una fuerte relación de dependencia del sector privado en relación a sus trabajadoras y trabajadores.

Y, pese a que a raí­z del desarrollo tecnológico se está dando ya un desplazamiento de cierta cantidad de fuerza de trabajo en algunas ramas de actividad económica; esto aún no se ha masificado tanto como para cuestionar que el funcionamiento de las relaciones capitalistas de producción, se basa aun en la generación de plusvalí­a por parte de la población trabajadora.

Además, si juntamos lo anterior con lo que se mencionaba antes sobre las relaciones económicas de género, podemos afirmar que el sector privado también es dependiente de las familias a las que pertenecen sus trabajadoras y trabajadores (y en ellas sobre todo a las mujeres), porque pese a la precariedad salarial, estas procuran el mayor nivel de bienestar posible para quien provee los ingresos familiares, y de esta manera garantizan que este/a asista todos los dí­as a su centro de trabajo.

Para continuar con esta telaraña de dependencias, pasemos ahora a hablar de la dependencia entre naciones.

Partiendo de la figura hegemónica de las naciones "desarrolladas" tendemos a concebir como caracterí­sticas del desarrollo: sus modelos de producción, el tipo de productos con que participan en el mercado internacional, sus niveles y formas de consumo, el poder que tienen de incidir en la polí­tica internacional y en las polí­ticas de los paí­ses "subdesarrollados", a la expansión de sus empresas multinacionales, etc.

Esta concepción del desarrollo ha sido replicada incluso por algunas escuelas de pensamiento económico que han buscado "sacar" a estos paí­ses del subdesarrollo y de la dependencia, a través de estrategias como la promoción del modelo de sustitución de importaciones. Estas escuelas, llegaban a la conclusión de que somos paí­ses dependientes porque no producimos bienes de capital, como si los procesos productivos de estos paí­ses supuestamente desarrollados, no dependen de nuestras materias primas.

Pero vayamos un poco atrás y recordemos algunos aspectos de la historia y la geopolí­tica:

  1. Los procesos de colonización que a lo largo de la historia han llevado a cabo los paí­ses "desarrollados" fueron la estrategia utilizada por estos para la expropiación de riqueza y de recursos de nuestros paí­ses, lo que facilitó el funcionamiento y expansión posterior de sus empresas.
  2. En ese mismo proceso de colonización, el trabajo esclavo fue clave para la generación de riqueza y la paulatina instauración del capitalismo, y esto se logró a través del sometimiento y la dominación de nuestros pueblos originarios.
  3. Instaurado el capitalismo y con el surgimiento del capital trasnacional, a través de prácticas como: la segmentación internacional de los procesos productivos, la comercialización de productos en distintos paí­ses del mundo sin reconocimiento de la relación laboral, y el establecimiento de megaproyectos extractivos, los paí­ses desarrollados han llevado a un nivel sumamente alto el aprovechamiento de la expropiación y explotación de los recursos naturales y de la fuerza de trabajo de nuestras naciones. Así­, las grandes empresas como ADIDAS, AVON, PACIFIC RIM, han sido empresas interesadas en tener presencia en El Salvador.
  4. Lo anterior ha sido posible con la complicidad de ciertos sectores nacionales con intereses económicos propios, que se han encargado de crear sistemas polí­ticos que faciliten esta expropiación y explotación, y condiciones socioeconómicas que presionen a la población empobrecida a aceptar empleos precarios como una de las pocas opciones para la obtención de ingresos y la sobrevivencia.
  5. A lo largo de la historia, en los casos en que las poblaciones han querido crear un frente de resistencia que atente contra las relaciones económicas hegemónicas establecidas, estos paí­ses desarrollados y supuestamente "no-dependientes", han activado el poder militar y el sicariato para restablecer el orden.

En este sentido, aspirar a que nuestros paí­ses alcancen las mismas condiciones de estos paí­ses, procurando producir lo que estos producen, es una aspiración poco realista, cuando nuestro proceso histórico siempre ha estado en el lado del bando dominado y sometido.

La pregunta es entonces: ¿son solo nuestros paí­ses los que dependen de sus bienes de capital, o son también estos paí­ses tan dependientes de nuestros recursos naturales y de la fuerza de trabajo de nuestras poblaciones, que han llegado incluso a la utilización de la fuerza militar para no perder el control y el dominio sobre nuestros territorios?

Retomando de nuevo las reflexiones anteriores, podemos decir que las grandes potencias mundiales, sus empresas y sus modelos de consumo, son fuertemente dependientes de nuestros recursos naturales, de nuestra población trabajadora remunerada y del trabajo doméstico y de cuidados de sus familias (y en ellas, de las mujeres).

En medio de todos estos sucesos, los procesos migratorios o de desplazamiento forzado de los paí­ses subdesarrollados a los desarrollados han estado presentes y, su estancia y sobrevivencia se ha basado, en la mayorí­a de casos, en la aceptación de condiciones de empleo y de vida precarios, y en actividades que la población local no quiere o no puede realizar; lo que ha facilitado al sector privado local, la obtención de ganancias excedentes, por no cumplir con los estándares laborales nacionales establecidos, y por el consumo mismo sus productos y servicios por parte de la población migrante.

Podemos agregar entonces que, en cierta medida, los paí­ses desarrollados son dependientes de la fuerza de trabajo migrante. Prueba de ello es que de acuerdo a datos del Instituto de Polí­tica Migratoria (MPI por sus siglas en inglés) citadas en Fernández (2018), en los Estados Unidos, el 25% de los puestos de servicio (camareros/as, limpieza, etc.) es realizado por población migrante, y de ella, el 34% es inmigración centroamericana. Asimismo, para el caso de los puestos de recursos humanos, construcción, mantenimiento, producción, transporte y mudanza, la población migrante empleada suma 28% de la ocupación total, de los cuales la población migrante de origen centroamericano, representa el 40%. Pero pese a la relevancia de estos sectores en la economí­a, buena parte de esta población no cuenta con cobertura social alguna.

El caso de las mujeres migrantes que se dedican al trabajo doméstico y de cuidados es especialmente relevante, ya que descargan a parte de la población trabajadora local de estas responsabilidades, permitiendo que éstas asistan a sus centros de trabajo y puedan generar ingresos para el capital. Y en ello, el cuidado de personas adultas mayores en particular, es un servicio invaluable que estas trabajadoras prestan a estas sociedades que se caracterizan por un alto porcentaje de envejecimiento de su población. Literalmente, estas mujeres les dan de comer a parte de la población de los paí­ses desarrollados que tienen la suficiente capacidad adquisitiva como para pagar estos servicios (es decir, los estratos de ingresos medios y altos).

Asimismo, con el enví­o de las remesas, las poblaciones migrantes seguramente generan una contribución considerable a los sistemas financieros de los paí­ses desarrollados.

Es decir entonces, que tanto la población migrante como sus compatriotas en los paí­ses de origen que continúan trabajando remuneradamente o no, generan riquezas para el gran capital, y facilitan todo el modelo de consumo, producción y comercialización de los paí­ses desarrollados y de sus empresas, por lo que vale la pena que a nivel global, tanto desde la academia como desde la sociedad civil y los espacios de toma de decisión, hagamos un replanteamiento de la concepción que tenemos de desarrollo y de dependencia, ya que de lo contrario, caemos (intencionadamente o no), en hacer análisis sesgados y que no representan ni responden a los intereses y necesidades de nuestras poblaciones empobrecidas; a la vez, este replanteamiento del desarrollo y la dependencia deberí­an darse a todos los niveles de la actividad económica (familiar, nacional, internacional).

Para el caso de El Salvador, considero especialmente necesario este cambio de enfoque en cuanto a las relaciones económicas y polí­ticas de nuestro paí­s con los Estados Unidos, sobre todo estando a las puertas del inicio de un nuevo perí­odo presidencial, ya que, hasta la fecha, algunas acciones y discursos de las nuevas autoridades de gobierno, nos dan señales de que se continúa con la concepción tradicional del desarrollo y la dependencia.

Finalizo recordando que nuestros recursos naturales, nuestra población local y migrante, y nuestra ubicación geográfica, siempre han sido de interés estratégico para los Estados Unidos de lo contrario, no hubiesen invertido tantos recursos para la contrainsurgencia a lo largo del conflicto armado, ni hubiesen firmado un acuerdo de libre comercio con nuestro paí­s, ni hubieran invertido tantos recursos financieros en nuestro paí­s en estos años de la posguerra.  

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Julia Aguilar Pereira
Julia Aguilar Pereira
Feminista y economista

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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