Aunque no es tan profusa y abundante como en campañas anteriores, no cabe duda que la actual propaganda electoral, con el invaluable auxilio de las llamadas “redes sociales”, abunda en contenidos ingeniosos, cargados de imaginación y, también, a veces, de insoportable grosería y vulgaridad. Hay para todos los gustos, desde el pastor religioso que se proclama apóstol y reclama la magia divina para obtener sus votos, hasta el insolente candidato a diputado que compara la resurrección de Jesucristo con el tiempo que requiere el gobernante para hacer una “Honduras mejor”… ¡Vaya charlatán, si es que los hay por doquier!
Pero no todo es tan prosaico y grotesco. Hay vídeos en las redes que evidencian una fecunda y saludable imaginación, combinando el buen humor con la habilidad lingüística, los juegos de palabras y una destreza sutil para deslizar los mensajes subliminales. Esos vídeos, sin duda, causan un buen impacto en los receptores que gozan de niveles aceptables de educación y cultura, además, por supuesto, de contar con el correspondiente artilugio computacional.
Sin embargo, esas bocanadas de humor oxigenante, que nos divierten y estimulan, rápidamente se ven diluidas por la avalancha de mensajes ofensivos y vulgares que, cual intrusos inesperados, invaden nuestras pantallas y las contaminan con su mal olor y podredumbre. La zafiedad, el mal gusto, la porquería nauseabunda, acompañadas casi siempre de una ortografía que mueve al espanto y provoca náuseas, se convierten de pronto en el lenguaje de los signos, el código de claves que utilizan ciertos candidatos para promover sus imágenes o, con mayor frecuencia, descalificar la de sus adversarios políticos.
El uso de la vulgaridad se vuelve una costumbre, una especie de ritual indispensable al momento de promover la figura de sus aspirantes favoritos o rechazar, casi con odio enfermizo, las posturas ajenas y candidaturas contrarias. Se desata una especie de violencia verbal que apunta hacia los defectos o limitaciones del candidato opositor, convirtiéndolo así en la víctima propicia, el cordero a sacrificar, el objetivo a destruir. De nada sirven sus propuestas, sean buenas o malas, aceptables o no, lo importante para el detractor no son las ideas del adversario sino sus puntos débiles, sus defectos, reales o ficticios, verdaderos o inventados.
Y así, de esta forma, las ideas se van evaporando en el escenario electoral, mientras las ofensas y calumnias van ocupando su lugar. Lo que podría haber sido ocasión propicia para un debate saludable, se convierte de pronto en espacio para la diatriba y el epíteto descalificador. Los activistas se sienten en su patio, dando rienda suelta a la maldad que los anima y el resentimiento irracional que los alienta. Ellos, en primera fila, son los portadores del virus venenoso de la vulgaridad.
Pero no sólo ellos. A veces – ¡qué pena! – se suman también los candidatos, sobre todo aquellos a quienes con frecuencia se les suben las ideas a la cabeza y empiezan de pronto a creerse pensadores, fundadores de corrientes supuestamente ideológicas, cuya trascendencia doctrinaria se agota en unas cuantas frases repletas de lugares comunes y verdades de Perogrullo. “Filósofos” de provincia, “ideólogos” de campanario, diseñados más para el circo que para la tribuna. Se erigen en una especie de “sabios de la antigua Grecia” que todo lo saben, todo lo entienden y, por supuesto, todo lo resuelven. Y, de paso, todo lo contaminan con su afán de desacreditar al otro y demostrar su real o supuesta superioridad doctrinaria…
He visto recientemente un vídeo en el que un viejo campesino, apenado, casi intimidado por el acoso de una activista, vacila y pregunta, entre ingenuo y temeroso, “¿Cómo es, cómo tengo que decir…cuál es el nombre…?”, mientras la furibunda activista, haciendo puntos ante su político empleador, le responde, aleccionadora, condescendiente: “votaré por Juan Orlando…así es como debe decir…”. El campesino repite esas palabras, vacilante todavía, mientras al fondo se escucha la risa incontrolada de un niño a quien le divierte, sin duda, ver a su abuelo en aprietos. Al pie del declarante, en el piso de tierra de la humilde vivienda, está la llamada “bolsa solidaria”. Así es como se obtiene la deseada “aprobación popular” para el arbitrario continuismo disfrazado de reelección.
Veo otra vez el vídeo y pienso: ¡es que acaso no sienten ni un ápice de vergüenza los promotores de esta infamia, esta burla atroz que se aprovecha del hambre y la ignorancia del pobre campesino! ¡Es que acaso hemos llegado a un nivel tal de degradación moral y política, que perdimos ya la más elemental consideración por la condición humana? A lo mejor la risa del niño, en medio de su inocencia no contaminada, sea la mejor respuesta a estas preguntas.