(Una respuesta a Alfonso Fajardo)
Por Álvaro Rivera Larios
A estas alturas ya deberíamos tener claro que el compromiso es un territorio peligroso para los escritores. Por un lado, allá donde lograron establecerse, los estados totalitarios impusieron el compromiso sin dar margen a la libre elección y, por otro, las oposiciones revolucionarias emergentes también lo convirtieron en norma de conducta y criterio de valoración estética. Desde el poder y desde la lucha contra el poder se libró una lucha por la legitimidad en la cual se consideró de vital importancia la intervención de los artistas en general.
Una enseñanza que nos dejó el siglo XX fue que no solo el Estado manipula a los creadores, sino que también lo hacen las oposiciones políticas emergentes. Teniendo experiencia nuestros escritores en lo que atañe a ambas formas de instrumentalización, es comprensible que tosan por los menos dos veces cuando alguien pone sobre la mesa el tema del compromiso.
Que no se moleste, Alfonso Fajardo, si tosemos dos veces al leer su editorial “Poesía es resistir”. Texto demasiado breve, demasiado seguro de sus supuestos, aparecido en la revista digital “Escarabajo”. Sabemos que los editoriales como género no permiten explayarse en las múltiples puntualizaciones argumentales, tanto teóricas como históricas, que demandaría el abordaje de un tema tan complejo como el del compromiso de los escritores en las circunstancias por las que ahora atraviesa la sociedad salvadoreña.
Los editoriales suelen ser sermones reflexivos que se dirigen a un público confuso con la esperanza de aclararle las ideas desde las alturas de una presunta superioridad ética e intelectual. Lamentablemente, estamos aquí ante un problema que exige, más bien, un género como el ensayo y una horizontalidad cercana al debate.
Ya deberíamos saber, por ejemplo, que ponerle fecha al comienzo de determinados procesos políticos e históricos es harto discutible. Siempre se puede dar un paso más atrás para encontrar las raíces de un fenómeno en una etapa previa a la fecha que se propone como su inicio. Y siempre se puede abordar ese fenómeno desde perspectivas teóricas distintas o enfrentadas.
Alfonso Fajardo, por ejemplo, casi nos presenta la fecha del 19 de junio del 2019 como la del pistoletazo de salida para el autoritarismo en El Salvador y al hacerlo sugiere que el gobierno actual es el causante inicial y principal del fenómeno. Evidentemente, el gobierno actual es responsable de una serie de decisiones estratégicas de carácter autoritario, pero sesgaríamos su papel en el asunto si no lo viésemos también como el efecto, como el desenlace, de una crisis institucional que ya mostraba sus grietas a comienzos de este siglo. El análisis de Fajardo casi nos presenta a Bukele como el causante único e inicial de la crisis de nuestra democracia (bastaría, por lo tanto, con que nos lo quitásemos de encima para que las cosas volviesen a su curso normal de democracia imperfecta), pero también podría afirmarse que Bukele está donde está precisamente porque nuestra democracia ya estaba en crisis. No es lo mismo preguntarse solo cómo es que un gobierno autoritario como el de Nuevas Ideas goza de tanto respaldo popular, que acompañar a esta pregunta con otra de más largo alcance: ¿Cómo es que nuestra democracia está en crisis?
Esta última pregunta no podrá encontrar respuesta si solo se utiliza el enfoque del liberal constitucionalismo. Echamos en falta en el análisis de Fajardo un punto de vista como el de la sociología política. El derecho tiene una dimensión prescriptiva que permite retratar desviaciones, pero no necesariamente las explica. Y a los escritores en este caso no solo hay que invitarlos a que condenen y se posicionen, también hay que invitarlos a la fiesta de las explicaciones y no pretender dárselas desde arriba.
Gran parte de la oposición política al gobierno de Bukele se concentra exclusivamente en condenarlo, como si eso fuera suficiente para adquirir créditos de inteligencia y coherencia democráticas. Detrás de esta dedicación se oculta una grave postergación: han pasado tres años desde su gran desplome electoral y los ahora opositores todavía son incapaces de explicárselo (culpar al pueblo de ser pendejo no es una explicación) y de asumir las grandes responsabilidades que derivarían de la asunción política de esa derrota. Y la dolorosa pregunta de por qué Arena y el FMLN se han desplomado posiblemente esté vinculada a la interrogación sobre la crisis de nuestra democracia.
Invitar a los escritores a que solo condenen al gobierno actual es pedirles que ingresen dócilmente en la agenda de una oposición que lleva tres años postergando un debate autocrítico sobre sí misma y sobre la crisis general de nuestra democracia. Una visión actualizada del compromiso no solo debería invitar a las condenas políticas puntuales, sino que también a una reflexión abierta y profunda -sin tutelas políticas ni teóricas que operen como camisas de fuerza- sobre las múltiples crisis de nuestra sociedad.
Y quien quera acudir a esta reflexión colectiva desde su condición de ciudadano o de artista, perfecto. Pero guardémonos de condenar a los creadores que no acudan a este debate y prefieran seguir metidos en la autonomía del arte.