Mediante un Decreto Ejecutivo pésimamente redactado, con mala ortografía y errores de puntuación, Nayib Bukele trató de sacar las extremidades inferiores que metió en diciembre del año recién pasado en El Mozote cuando ‒ante población del cantón humillada y ofendida‒ aseguró que la guerra y los acuerdos que le pusieron fin eran una “farsa”. Una cosa es decir eso y seguir hablando con un tono patéticamente burlón; otra es, siendo serios, hacer un balance de las deudas pendientes de un proceso que prometía mucho. Y la primera es cumplirle a las víctimas de las atrocidades en lo referente a la debida verdad, la justicia negada, la reparación integral escamoteada y las necesarias garantías de no repetición.
Estar a la altura de esas legítimas demandas, no se logra montano ese decreto sobre otro previo para declarar el 16 de enero como el Día de las víctimas del conflicto armado y declarar que ahora dejarían “de conmemorar a los que ordenaron sus muertes”; entonces, ¿devolverá el general Juan Orlando Zepeda, reclamado por la Audiencia Nacional de España, la condecoración oficial que recibió en julio del 2019? Estamos, pues, ante otra descarada burla en perjuicio de la dignidad de aquellas. Alguien responsable y juicioso al frente del Órgano Ejecutivo, sin actuar electoreramente aprovecharía sensatas iniciativas existentes e impulsaría otras desde los planos humano y estratégico.
Desde diciembre del 2010 se conmemora el Día Internacional del derecho a la verdad en relación con las violaciones graves de los derechos humanos y para la dignidad de las víctimas. Así, cada 24 de marzo la Organización de las Naciones Unidas (ONU) homenajea a monseñor Óscar Arnulfo Romero, vuelto mártir por defender a las personas cuya humanidad estaba siendo pisoteada. Por esta tan reconocida víctima y por el resto, muchísimas de las cuales solo su familia las llora, Bukele debió sumarse a este reconocimiento universal y hacer lo que no hicieron Mauricio Funes y Salvador Sánchez Cerén: colaborar con la justicia para esclarecer el magnicidio y golpear fuerte el muro de la impunidad, sentando un enorme y útil precedente en el camino hasta su erradicación.
Lo anterior sería algo estratégico. Por cierto, ¿se atrevería a negar la valentía y la entrega de san Romero de América para atacar a Funes, quien hipócritamente aseguró este era su “guía espiritual”? Capaz, si lo considerase útil para sus intereses políticos y personales.
La dignidad humana de tanta gente, ultrajada desde antes de la guerra, debería reivindicarla con acciones consecuentes. Por ejemplo, entregando los archivos del terror que produjeron el ejército y los cuerpos represivos, buscando los que estén como “trofeos” de sus “hazañas” en manos de altos oficiales castrenses de entonces, reconstruyendo la historia con testimonios ‒aunque sean confidenciales‒ de quienes participaron en la barbarie y presionando con el ejemplo a las jefaturas de los grupos insurgentes para que procedan igual. Esto tiene que ver con el plano humano, pero también con el estratégico pues el sistema de justicia tendría indicios, pruebas y testimonios para funcionar. Si así lo hiciera, contando con esos elementos, la historia premiaría a dicho sistema; si no, las víctimas se lo demandarían.
Pero esperar que proceda así Bukele, equivale a creer que las flores de papel al echarles agua crecen. Ni los archivos de la masacre en El Mozote y cantones aledaños, los “de la A a la Z” que prometió, le entregó al juez. Por eso en este ámbito y en varios más, no está honrando el acuerdo esencial de entre los que cesaron una guerra real en la que ‒según la Comisión de la Verdad‒ el Socorro Jurídico Cristiano (SJC) reportó casi 12 000 asesinatos de población civil en 1980 y más de 16 000 en 1981 atribuibles a militares, cuerpos represivos y escuadrones de la muerte. Son esos datos solo del SJC y no se incluyen las víctimas de la guerrilla ¿Había que frenar esas atrocidades que continuaron hasta la firma de los mentados acuerdos o no? ¡Claro que sí! Esos no fueron ninguna farsa. Otra cosa es cómo se cumplieron, mal cumplieron e incumplieron.
Cuando hablo del esencial, me refiero al Acuerdo de Ginebra rubricado el 4 de abril de 1990. Entonces, ciertamente, Bukele no cumplía nueve años; pero también es cierto que militó durante varios en un partido político que, antes de serlo, fue parte suscriptora de este y los demás documentos surgidos de las negociaciones mediadas por la ONU.
En la ciudad suiza, hace tres décadas, se delineó el rumbo del proceso para lograr la paz. Contrastemos sus componentes con lo que ocurre durante este quinquenio presidencial. Había que garantizar el irrestricto respeto de los derechos humanos, democratizar el país y (re)unificar la sociedad. En esos asuntos, Bukele saca mala nota. Y en el otro, terminar la guerra por la vía negociada lo más pronto posible, quién sabe cómo nos vaya de seguir así. La violencia política se huele, se siente, se transpira… Bien canta el gran Sabina que están en pie de guerra “el mártir y el desertor, el tibio y el kamikaze. Puestos a desangrarnos, tú contra yo… ¿Por qué no hacemos las paces?”