Para cuando todo pase…

Un balance social objetivo y una introspección autocrítica nos permitirá concluir en su debido momento, por ahora no, que la inédita experiencia de la pandemia ha constituido, sin duda, un punto de inflexión en la vida de muchos.

Más allá de ser un parteaguas, esta pandemia del COVID-19 nos marcará individualmente y como colectivo. Como típica sociedad pendular o dicotómica, como resulta ser la salvadoreña (o blanco o negro, nunca gris; o A o B, nunca C), en ese balance quedarán reflejadas aquellas actitudes de profunda nobleza y empatía con los demás. También, sin embargo, quedarán retratadas, paralelamente, las conductas oportunistas, las insolidarias y las que expresaron una doble moral (vale decir que hay personas que les hace falta tanto la moral, que mejor tienen dos; olvidando que quien tiene dos, realmente no tiene ninguna).

 Al juicio lapidario no escaparán ciertos medios de comunicación que, comprometidos con intereses oscuros –nuevos y tradicionales–, promovieron una línea editorial apartada de la verdad y de la más elemental ética; la Academia, tampoco, que con su silencio cómplice terminó por amoldarse y renunció con ello a su rol formativo y de conciencia crítica de la opinión pública.

En el inventario de bienes y males sociales estarán algunas iglesias al margen de su signo que, otra vez,  tranzaron con el poder; sindicatos, organizaciones no gubernamentales de la sociedad civil, gremiales, los políticos en campaña ininterrumpida, los partidos –también al margen de sus ideologías y siglas–, y los poderes públicos que, pensando en las sempiternas elecciones,  defendieron no el bien común sino sus intereses sectoriales.

En el inventario de bienes y males sociales estarán los empresarios ambiciosos. Pero también los honrados. Y qué decir de no pocos profesionales de diferentes disciplinas que aún siguen preguntándose qué significa eso de la Deontología; los servidores públicos, divididos entre los que sí asumieron con seriedad sus deberes, ya que dimensionaron la magnitud del trauma social, y los que no se conmovieron por nada.   

En medio de esta tragedia humana, a veces, convertida en una mala comedia cuando escuchábamos a los políticos, se situó el pueblo. Es decir, el ciudadano promedio inserto en un orden social que es “democrático” solamente cada cinco años,  y que le ofrece a los jóvenes, como su primera opción, migrar; pueblo, por cierto, que por su escasa educación y limitada formación cívica es objeto de reiterada instrumentalización.

Serán escasas en el registro de nuestra historia, en suma, las voces dignas y coherentes que aparecieron en esta coyuntura exponiendo una postura razonable y honesta. Serán muchas más las que se mostraron tímidas y acomodaticias.

Más allá que de modo crónico en El Salvador desde siempre vivimos de crisis en crisis, serán pocas las voces que estuvieron a la altura de la circunstancia excepcional y del estándar ético que demandó el momento crucial por el que atravesamos. Confiemos que esas voces sean parte de la reserva moral de la sociedad salvadoreña a la que les tocará, a manera de faro, iluminar la ruta para que la misma pueda refundarse moral y socialmente.

Ante ellas y ellos, mujeres y hombres que se indignan ante el dolor y la mentira, y que en esta pandemia y siempre, les duele el dolor ajeno y lo sienten como propio, los reconocemos como guías y, sobre todo, como el depósito de nuestra esperanza.