Por Margarita Mendoza Burgos.
Las relaciones familiares son uno de los aspectos más fundamentales en la vida de cualquier persona, y dentro de estas, la relación entre madres e hijas representa un lugar especial por su profunda conexión emocional. Las malas relaciones entre madres e hijas son un fenómeno común que puede estar influido por una amplia gama de factores, desde expectativas no cumplidas hasta diferencias generacionales y heridas emocionales no resueltas.
Parte del problema es que las madres son machistas. Ven a sus hijas como una posesión que debe de ser como ellas, criarse como lo fueron ellas e incluso llegar a ser mejores que ellas. Ese deseo de control suele ser asfixiante, y así se producen los roces y los choques. Con los hijos varones, en cambio, la conducta suele ser diferente. Por lo tanto, esa dualidad de criterios ante una misma situación dificulta el alcanzar una plenitud de la personalidad en las mujeres
Hay un determinado momento en que las hijas mujeres tienen que abandonar el nido, y no necesariamente a raíz de haber contraído matrimonio. Debe ser incluso antes, y no es solamente como un proceso de transición, sino mentalmente.
Las madres, a menudo con la mejor de las intenciones, proyectan sus deseos y esperanzas en sus hijas, esperando que estas cumplan con ciertos ideales. Estas expectativas pueden estar relacionadas con el éxito académico, las decisiones de vida, o incluso con la manera en que las hijas deberían comportarse en sociedad.
Hay una necesidad de crecer emocionalmente y tener ideas y metas diferentes al de la madre y a la mentalidad prevalente en el hogar. Pero no basta con solo dejar el nido. Muchas mujeres contraen matrimonio solamente para cambiar una cárcel por otra, y pasan de un control maternal por otro marital. Eso, obviamente, no ayuda.
A la hora de independizarse y dejar el hogar, siempre hay más trabas para las hijas. Parte por considerar que las mujeres son las que deben quedarse en casa, al menos más tiempo para cuidar a los padres. También, como ya se ha dicho, por el mismo deseo de control y porque la sociedad es mas dura con las mujeres que viven solas.
Las relaciones entre madres e hijas pueden llegar al punto de ni siquiera hablarse a pesar de vivir bajo el mismo techo. Muchas veces el vínculo suele mejorar al distanciarse, especialmente cuando las hijas logran la autonomía deseada.
Las madres pueden tener dificultades para aceptar que sus hijas se conviertan en adultas independientes que toman sus propias decisiones. Este proceso natural de separación puede ser doloroso y generar sentimientos de pérdida en la madre, y de frustración o resentimiento en la hija.
Estos conflictos no le hacen bien a nadie. Por un lado, puede surgir el sentimiento de creer que es una mala hija, sobre todo si esto es alimentado por los otros miembros de la familia, que son cómplices -consciente o inconscientemente- de esta manipulación y control ejercida sobre las hijas mujeres. Esto puede derivar en muchos problemas de autoestima, trastornos alimentarios y más.
Del lado de la madre también puede aparecer un sentimiento parecido de creerse una mala madre, aunque generalmente es a posteriori, no mientras se realiza el autocontrol que se disfraza amor, cuidados y protección de las más débiles por su sexo femenino.
Si ambas son conscientes del problema y están dispuestas a resolverlo, pueden avocarse a algún tipo de terapia. De lo contrario, nada será mejor que las hijas logren independizarse para poder desarrollarse a pleno sin ningún tipo de frenos ni controles.