Por Carlos Velis.
100 años de soledad no es una novela; es un testimonio. No es “realismo mágico”, es la magia natural de nuestros pueblos. Tampoco es ficción. Es historia. Historia a secas.
García Márquez supo revivir y plasmar en menos de 500 páginas, la historia de 500 años de todos nosotros. Los fundadores, los inmigrantes, los fugados, las honorables que siguieron a sus señores y las 60p (o 60,000, como les decimos, con nuestra manía de exagerar). Cada quien, con sus secretos, sus vergüenzas, sus riquezas. Y no solo de Macondo; de todos nuestros pueblos.
Será que, en los años 50, en mi más tierna infancia, todavía viví en medio de los relatos de brujas que se convertían en cerdos por las noches, la mujer que se convirtió en loba por haber sido malcriada con su madre; además de cuando los perseguidos políticos del dictador Martínez fueron escondidos en la casa de mis abuelos y no los vieron los soldados cuando llegaron a buscarlos. Historias que alimentaron mi imaginación infantil. Será tal vez, por eso, que no me son extrañas las historias de Gabo, ni las de Salarrué, que cuenta la historia de San Huraco.
A mis cinco años, para mi fantasía infantil, todos esos relatos encerraban mundos maravillosos o tenebrosos. En la casa de mis abuelos había un cuarto de cachivaches, en el que entraba de escondidas. Recuerdo una cocina de leña y el chasís de un carro. Algo así como el galeote en la selva macondiana. Una vez me herí una rodilla y me dijeron que me había mordido una iguana.
Así que, cuando Netflix anunció que produciría una serie de la famosa novela, lo tomé con mucho recelo. Era un reto serle fiel a esa narración, tan suigéneris. Nuestra tierra, en la “historia universal”, ha sido vista de menos. Tuve mis reservas sobre lo que podría interpretarse de aquella novela tan entrañable, heredera de Vargas Vila, Arciniegas, Rómulo Gallegos y, posiblemente, de nuestros José Milla y Miguel Ángel Asturias. Además de los vallenatos, valses criollos, pasillos y cumbias. Y qué decir de la gastronomía, los sabores tan propios, que los encontramos a lo largo y ancho de nuestro bendito continente.
La primera temporada, en mi opinión, tiene un saldo a favor. Retrata con minuciosidad la casa solariega de los Buendía, con sus corredores y sus habitaciones, maravilloso trabajo de escenografía, vestuario y toda la parafernalia teatral.
Pero quiero parar en la actuación. Desde mi primer año en el Bachillerato en Artes, nuestros referentes fueron los teatristas colombianos Santiago García y Enrique Buenaventura, fundadores del “Método de creación colectiva. La comunidad escénica de Colombia es una verdadera familia, donde veneran a los maestros y ponderan a los valores jóvenes. Y esa vivencia se reafirma en las actuaciones impecables de todo el elenco.
El montaje cinematográfico es una delicia; cómo han tratado la luz, el ambiente, el sonido, los encuadres, sobre todo en los momentos cumbre, que hablan con imágenes bellas y poderosas.
Volveré sobre esto.