Para la Iglesia Católica llegó el día de la esperada canonización de Óscar Arnulfo Romero y Galdámez. Los salvadoreños en su conjunto lo debemos celebrar y estar orgullosos de ello.
Lo que nos debe entristecer es que la justicia por su asesinato no haya llegado aún, después de más de 30 años de su martirio. La impunidad es una vergí¼enza “marca país”.
La Comisión de la Verdad, la CIDH y el mismo Vaticano coinciden en decir que Romero fue asesinado por un francotirador que cumplió una orden del ya fallecido Roberto d´Aubuisson, quien confabuló con sectores poderosos y enemigos de Romero para liquidar su voz estremecedora y exigente contra la injusticia..
Después de su asesinato vino la guerra civil, las masacres y el inmenso sufrimiento que agobió al pueblo salvadoreño en su conjunto por 12 años. Y claro!, tras asesinar a semejante símbolo universal, quién no estaba en peligro en El Salvador?
Los que han luchado por la justicia y por el eterno respeto a los derechos humanos en El Salvador y en el mundo no tienen en Romero a un “santo de palo” ni de estampita ni a ningún adorno de mesa o de pared: tienen a un firme exigente de la dignidad del ser humano y a un escrutador de la verdad; a un denunciador de las injusticias y de las corruptelas de los desgobiernos y de los sectores que se lucran del trabajo de los humildes.
Así que Mons. Romero es y seguirá siendo el símbolo de la paz y de la justicia, también de la rebeldía contra el abuso, la mentira y la opresión.
Hoy, en tiempos de cambios tan turbulentos en el mundo y en particular en nuestro país, el único homenaje válido que le podemos brindar a Romero es que busquemos una verdadera reconciliación, que nos rebusquemos las fórmulas para combatir la injusticia y la corrupción: que El Salvador sea ejemplo de dignidad social.