Me encuentro rodeado de cuatro enormes paredes, una sólida puerta de metal en una de ellas y en lo alto una ventana de roídos barrotes por donde la luz penetra; el techo de madera carcomida y del que pende un bombillo quemado; ¿es este es mi mundo?
Tres veces al día escucho el chirrido de la portezuela en la puerta de metal que se abre y veo la mano arrugada del carcelero que deja la bandeja con malolientes alimentos que vuelve a cerrarse. Por unos segundos a lo lejos logro escuchar el murmullo de su voz; pero a mí nunca me dirige la palabra.
No sé qué ocurre afuera; me consumo, mi carne palidece y los huesos se marcan en mi piel. Mi cabello gris, sucio, largo y desordenado cae sobre mis hombros. La barba abundante, sucia y de mal aspecto ya toca a las tetillas. Las uñas crecen corvas y mugrientas sobre huesudos dedos.
El invierno hace estremecer mi esqueleto y el calor del verano me moja de sudor desde la cabeza hasta los pies. Sobre el lodoso y fétido piso; rastrojos de paja, telepates, liendras y pulgas forman parte de la cama donde concilio el sueño.
Yo no recuerdo mi origen, ni como llegué a este infierno que a veces se torna paraíso.
Me pregunto: ¿Qué crimen cometí?, ¿cuál fue mi error para merecer este encierro y el abandono?
Por momentos mi mente se sacude como nunca; pareciera no estar cuerda pues hablo solo y con los que en ella me vistan.
Si, encerrado en estás cuatro paredes, ellos siempre vienen a conversar conmigo, llegan de distintas épocas; los abuelos mayas, los antiguos griegos, romanos ilustres y déspotas, cristianos y judíos; Herzl, Hitler, Churchill.
Stalin, Eisenhower, Gandhi.
Mandela, entre otros.
Curiosamente nadie de entre los visitantes nota mi deprimente aspecto, ellos me ven como su igual.
La locura creo que llega a su clímax cuando juntos encontramos: valores y causas comunes que favorecen a la humanidad. Alcanzamos esa coherencia de pensamiento que no es posible lograr en el mundo exterior, en donde se supone vive la gente cuerda quienes quizá por egoísmo o ego no pueden llegar a acuerdos.
Si encontrar coherencia de pensamiento fuera posible, habría paz e igualdad en el planeta.
¿Será que estoy perdiendo la razón? ¿O que se me revela que solo la muerte nos dará la tan ansiada paz?
Cuando de nuevo quedo en silencio con mi yo, con mi mente en quietud, me estremezco y me cuestiono: ¿que no vivo, lo que vivo?, que no imagino cosas, que soy una persona normal, que no deliro, que no despierto con el corazón palpitante por la noche, trémulo de miedo sintiendo la amenaza del traidor que vende por monedas a quién profesa la verdad de sus ideales.
En mi soledad hay inquietud, hay paz, existen diferencias, pero se logra la armonía, hay pobreza, pero se comparte riqueza. Se vive lo mundano, pero se eleva lo espiritual.
En mi soledad, los astros, la montaña, el árbol centenario, el trino del ave, el vuelo del águila, el lago hermoso, el río calmo; todo lo veo, lo palpo, percibo incluso el aroma de las flores y me arrulla el aire con su brisa; sin duda así es el universo en armonía.
Mi respirar es profundo, la paz y la guerra, ambas se dan dentro de mi ser.
Prefiero no recordar que dejé o que perdí, ahora aquí en mi soledad, dentro de mí, lo tengo todo en armonía.