Por Rafael Lara-Martínez
Desde Comala siempre…
Apenas osaba alzar la vista. Enfocarla en ojos desconocidos me parecía una ofensa. Debía conformarme a observar las hojas desperdigadas como las horas marchitas en el tedio. Descubría la base descascarada de las puertas como uñas carcomidas por hongos insalubres, las hierbas crecían al borde inferior de los muros y en las grietas de las aceras. Buscaban un asidero migrante para su arraigo invasor en los edificios que hospedaban a los humanos. No sabía dónde fijar la mirada en el suelo.
Todo rastro semejaba el polvo pasajero. Imitaba el follaje móvil que se precipitaba sin destino estable, sin otro paradero que el del viento aleatorio. Sólo las manchas —oscuras en su mayoría— lograban establecerse en la piedra, bajo los pasos constantes de los transeúntes. Persistían en su afán de edificar un nuevo hogar, sobrevivir a la intemperie y, ante todo, a la sombra. En el silencio. No las afectaba el fervor de limpieza cotidiana.
Los callejones estrechos las acogían con mayor ternura. Ahí el óxido y la herrumbre se esposaban con el musgo, con las paredes descascaradas hacia el exterior palpable. En el suelo, la única guía eran los declives, a veces en arco descendiente al centro que atraía el ritmo de las aguas torrenciales. Hacia el sumidero fluía todo lo volátil, salvo la persistencia de la mancha. Ella perduraba en vela de los márgenes de todas las aceras, incluso de las más amplias y asoleadas libertades.
Manchas como lunares. Manchas como letras. Manchas en testimonio vivo de mi paso diario y tímido, pero constante como la arena endurecida en piedra. Así quedaste tú también Ricardo, en el olvido de mancha indeleble y negra atrás del archivo. Remedaste a Gnarda, la amante olvidada del héroe literario blanco en el 32…
El autor es Professor Emeritus, New Mexico Tech
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