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"Comenzaban a llegar vuelos semanales de jóvenes deportados de Los Ángeles, regresaban a los municipios de Apopa y Soyapango que muy pronto mutaron en sitios peligrosos, las clicas se volvían a juntar y ganaron fuerza": Gabriel Otero

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Por Gabriel Otero


Invadido de incógnitas, leo y releo, aprehendo lo no experimentado en la Madre Patria. Treinta y seis años fuera y no he regresado en una década. Algo debe haber cambiado en El Salvador, aunque desde lejos todo parece igual, la realidad es semejante a los cerros que se ven azules, pero al acercarse se transforman y adquieren verdores y matices.

Viví ahí parte de la posguerra, cuando los índices de criminalidad iban al alza, en el transcurso de seis meses los ladrones se metieron dos veces a mi casa y hasta vaciaron el refrigerador, lo único que dejaron intacta fue la biblioteca, pero causaron una sensación grave de vulnerabilidad.

En dos ocasiones más nos asaltaron a mi esposa y a mí en la calle y en el transporte público. Un adolescente la amenazó con una punta para quitarle la cadena y el reloj, ella envalentonada se los aventó en la cara y lo puteó en castellano-mexicano, él no entendió nada, solo rio y se fue corriendo. Yo no tuve tanta suerte, me dirigía al centro en un autobús y el asaltante me sujetó de la cabeza poniéndome un cuchillo en el cuello, me hirió, y aunque fue una rajada superficial terminé en el hospital muy asustado.

En esos tiempos comenzaban a llegar vuelos semanales de jóvenes deportados de Los Ángeles, regresaban a los municipios de Apopa y Soyapango que muy pronto mutaron en sitios peligrosos, las clicas se volvían a juntar y ganaron fuerza, ello significó los orígenes de las maras, un fenómeno social y delictivo que avasallaría a la población de buena parte del país.

No me puedo imaginar la zozobra diaria de los residentes de colonias consideradas territorio de maras: amenazas, asaltos, asesinatos, extorsiones, violaciones y pagos de renta por protección, un flagelo permanente que obliga a emigrar. Durante mucho tiempo, yo leía alarmado que las víctimas de estas pandillas eran jóvenes y que incluso llegaban a ser identificados por marcas de tenis, me causaba terror llevar a mi hijo a conocer sus raíces y él sigue sin visitar Cuscatlán, tierra de preseas.

En una sociedad clasista como la salvadoreña, atomizada y sectaria es muy cómodo asumir la postura de juez de teclado y calificar de imbéciles y focas aplaudidoras a las mayorías porque eligieron a un presidente y olvidarse de los parámetros solidarios de la convivencia cotidiana, se debe tener un mínimo de empatía por la gente que siente alivio del encarcelamiento actual de mareros y siempre es mejor andar seguros por las calles.

Por contradictorio que parezca, la ausencia de garantías del estado de sitio ha incidido en el índice de delitos, es claro que ha habido abusos y equivocaciones y mucho tiene que ver la creencia en falacias culturales y taras semejantes como esa generalizada del que se tatúa es porque pertenece a alguna mara.

Y fuera de la pirotecnia de cifras positivas de las políticas de seguridad, es imprescindible el diseño y aplicación de programas de reinserción de la juventud, sin ellos cualquier esfuerzo será en vano e insostenible.

Es largo el andar, pero hay un poco de luz.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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