En una canción autobiográfica, Serrat hablaba de las “malas compañías” que lo acompañaron toda la vida. Son esos amigos “atorrantes”, “desahogados”, que escandalizan a las buenas conciencias y a los biempensantes por su honestidad, pero que son amigos que “acuden cuando saben que yo espero”, que “me abren el corazón como las flores” y que están con uno aún cuando aceche la muerte.
Para uno de estos biempensantes, personaje rodeado de “buenas compañías” – ‘compañía’, en el sentido de sociedad privada de individuos o grupos movidos por el afán de lucro-, Monseñor Escobar Alas está rodeado de malas compañías. O de “malas influencias”, para citarlo textualmente. Esas malas influencias son los jesuitas. Hubo alguien que, llegando más lejos en la desproporción, lo ha acusado de trabajar para el FMLN. El FMLN y los jesuitas: muy malas compañías, muy malas influencias, para quien se desvela defendiendo a las buenas compañías, las que producen ganancias.
Esto no resulta nuevo. Ya en el pasado, en el no tan lejano siglo XX, se comenzó acusando a los sacerdotes, monjas y laicos que trabajaban en favor de los derechos humanos de ser “instrumentalizados” por las malas compañías: los comunistas y los jesuitas, ambos convertidos en auténticos “males populares”, para usar la expresión del sociólogo australiano Paul Cohen. Estos “males populares”, construidos cultural y mediáticamente, demonizan a grupos sociales y los convierten en agentes ubicuos de la maldad, induciendo un “pánico moral” entre ellos. Cohen hacía referencia a este término cuando estudiaba a algunos grupos juveniles en Gran Bretaña en los sesenta. En el contexto salvadoreño del siglo XX, el constituir a los cristianos comprometidos, a los estudiantes universitarios y los maestros organizados en “males populares”, creaba un “pánico moral” en ciertos grupos -grupos poderosos económica y políticamente-, pánico que desembocó en su persecución y asesinato.
Hablando de malas influencias y malas compañías, este discurso se asemeja al que se usó -y se usa todavía- contra Monseñor Romero. Se le presenta como un cura bueno -en su etapa anterior a 1977-, pero que se descarrió por las malas influencias y malas compañías de los jesuitas. Su “mala compañía” era el jesuita Rutilio Grande, amigo suyo, asesinado junto a dos jóvenes en El Paisnal. El pánico moral de la oligarquía en contra de Romero tuvo su clímax en su martirio en 1980. Algunas de sus “malas compañías” sufrieron el mismo destino nueve años después.
Lo que está detrás del pánico moral son las “políticas del miedo”. El miedo sirve para confundir, para evitar la reflexión. No solamente de parte del “público” al que están destinados los mensajes que construyen al mal popular. También de parte de quienes construyen demonios. Es muy probable que no quieran ver lo obvio: el sistema que encarnan destruye la vida. La vida de la naturaleza, diezmada por la minería, y la vida de los trabajadores, imposibilitada por salarios insuficientes. Admitir esto, realmente, debe dar pánico.