domingo, 8 diciembre 2024

La segunda muerte de Pancho Villa

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Para mí­ Eraclio Zepeda fue siempre Pancho Villa, y él conocí­a "“y padecí­a"“ esta fijación que tercamente compartí­ pues invariablemente se lo recordaba durante las intermitentes y joviales veces que coincidimos

A Monique Lemaí®tre, in memorian.

Para mí­ Eraclio Zepeda fue siempre Pancho Villa, y él conocí­a ““y padecí­a”“ esta fijación que tercamente compartí­ pues invariablemente se lo recordaba durante las intermitentes y joviales veces que coincidimos en el lapsus de tiempo que implicó más de cuarenta años de conocernos.

Que me dicte la memoria ese personaje legendario de la Revolución mexicana lo protagonizó en más de una ocasión, pero sobre todo lo tengo presente en la convincente interpretación que nos legó en la elogiada pelí­cula de Paul Leduc, Reed, México insurgente. El filme, opera prima de Leduc realizado en 1970, es narrado casi como documental y está basado en el libro México insurgente: la revolución de 1910 del corresponsal y revolucionario ejemplar que fue John Reed. En Campanas Rojas, co-producción dirigida por el laureado cineasta soviético Sergei Bondarchuk, y realizada en 1981, es otra ocasión de las que tengo reminiscencia en la que Eraclio desempeñó su personaje inolvidable.

Villa es sin dudas una de las figuras más ricas y polémicas de la historia latinoamericana, y más allá de la leyenda negra, un rebelde a favor de las clases desposeí­das. Aunque no alcanzara la estatura de un sí­mbolo como Zapata, El Centauro del Norte fue sin duda el caudillo convertido en personaje icónico que aún hoy se pasea por corridos, sagas y recreaciones históricas o ficcionalizadas.

Hace un año, el 17 de septiembre de 2015, justo un dí­a después de la fecha patria de todos los mexicanos, falleció el muy querido Don Laco. De él habí­a dicho un intelectual como Octavio Paz, lejano del chiapaneco en sus presupuestos estéticos, y aún más en los polí­ticos: «La primera y única vez que vi a Eraclio Zepeda me pareció, en efecto, una montaña. Si se reí­a, la casa temblaba; si se quedaba quieto, veí­a nubes sobre su cabeza. Es la quietud, no la inmovilidad. Un signo fuerte: la tierra áspera que esconde truenos y dragones. El lugar donde viven los muertos y los vivos guerrean».

Nacido en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el 24 de marzo de 1937, murió en esta misma ciudad. Estudió Antropologí­a Social en la Universidad Veracruzana, lo que le hizo unirse a grupos polí­ticos de izquierda, trayectoria que se refleja de forma convincente en sus obras literarias. Su ví­nculo con sus natales fue de siempre, tanto en su expresión como escritor y en su magisterio, pero sobre todo su identificación con las luchas reivindicativas de los pueblos originarios y los movimientos sociales como los Zapatistas.

Merecedor de diversos reconocimientos, como la Medalla Conmemorativa del Instituto Nacional Indigenista en 1980, y el premio “Xavier Villaurrutia”, de cuya importancia dirí­a la merecedora del Cervantes Elena Poniatowska, es “el premio [“¦] que todos codiciamos por ser un galardón de escritores para escritores”. Zepeda, a tenor de recibir tan importante reconocimiento le gustaba bromear de que a él solo le habí­an otorgado el “Premio Urrutia”, pues ““aludiendo a su reencarnación de Doroteo Arango”“, “el Villa “˜honorario”™ lo tení­a hace rato”.

Fue alguien desde su juventud asociado, no solo a la vida académica e intelectual de su nación y Nuestra América ““al decir martiano”“, sino a los procesos contestatarios de las clases populares mexicanas, y su correspondencia con Latinoamérica, y en particular con Cuba, a quien quiso como una segunda patria. En fecha tan temprana como 1960 asistió al 1er. Congreso Latinoamericano de Juventudes en Cuba y, cuando la invasión de Playa Girón, se alistó como miliciano junto con Carlos Jurado, Nils Castro y Roque Dalton, designándosele oficial responsable de la Compañí­a Especial de Combate. Jorge Dalton, realizador cinematográfico e hijo del poeta salvadoreño, así­ lo recuerda desde su más temprana infancia, en una entrevista a la revista mexicana Por esto!:Cuba era un hervidero creativo, una especie de conspiración literaria en que se daban cita los más importantes escritores, intelectuales y artistas de Latinoamérica como era el caso de Julio Cortázar, Eraclio Zepeda, Eduardo Galeano, Mario Vargas Llosa, Heberto Padilla, Roberto Fernández Retamar, Antón Arrufat, Lezama Lima, Jorge Amado, Gabriel Garcí­a Márquez, Pablo Neruda, Mario Benedetti, Nicolás Guillén, Juan Gelman, Alejo Carpentier, Tomás Gutiérrez Alea, Juan José Arreola, Ernesto Cardenal, Carlos Fuentes, Rodolfo Walsh, Eliseo Diego, Fernando del Paso, Margaret Randall, Cintio Vitier, Fina Garcí­a Marruz, Miguel Ángel Asturias y Virgilio Piñera por solo mencionar algunos que me vienen a la mente. Cuba viví­a momentos de esplendor en todos los sentidos y los ojos del mundo estaban centrados en ella. El archivo de mi padre permaneció en Cuba hasta principios de los 80 y luego de un ofrecimiento de una editorial mexicana que publicarí­a toda la obra en los 80 se trasladó a México. Desgraciadamente eso no se pudo concretar y el archivo quedó al cuidado de Juan Antonio Asencio, Elena Poniatowska y mi querido tí­o Eraclio Zepeda.

Querido y recordado por todos los cubanos que lo conocieron, fue profesor en la Universidad de Oriente en 1961, y un año más tarde de la Universidad de La Habana, y de la Escuela de Instructores de Arte. De su presencia en este último sitio me hablaron de él con invariable simpatí­a amigos comunes, ya fueran sus colegas, como Félix Pita Rodrí­guez, o sus discí­pulos como Sigifredo Álvarez Conesa. En las décadas siguientes, después de su partida de la Isla, mantuvo con ella una relación sostenida y entrañable, ya fuera por la ví­a de Casa de las Américas, y eventos de intelectuales que convocaba la capital cubana, o por la relación generosa que mantuvo con sus colegas y amigos cubanos, donde quiera que coincidieran.

En febrero de 2012 conversamos por última vez durante las jornadas del VIII Encuentro Iberoamericano de Poesí­a “Carlos Pellicer”, en Villahermosa, Tabasco. Recapitulamos los encuentros pasados y las amistades afines, ya algunas fallecidas. Allí­ me dedicó ““con su letra clara de maestro”“, un ejemplar de la antologí­a Cuentos y relatos, con unas breves palabras que resumí­an nuestro reencuentro después de muchos años: “Para Norberto Codina, con un cariño que viene de lejos”[1]. Él se reconoció siempre como “cuentero”, definición del oficio que tomó de su admirado Onelio Jorge Cardoso. De esa amistad compartida el mexicano nutre su definición de tres tipos de cuentos, “los que deben contarse, los que deben escribirse, y los que pueden contarse y escribirse”. El duende generoso de Juan Candela se apodera de su entendimiento cuando suscribe esta diferencia: “Cuentista es el que escribe, cuentero es el que habla. El de cuentista es un oficio solitario, el del cuentero es solidario”. Él fue, como su fraterno Onelio, ante todo un cuentero. Por cierto ““por feliz coincidencia”“, este encuentro en Villahermosa lo propició el poeta Waldo Leyva, quien fuera uno de sus alumnos y amigo de aquellos dí­as luminosos de la Escuela de Instructores del Comodoro.

A fines del verano de 2015, unos dí­as antes de la muerte del autor de Andando el tiempo ““soy ateo pero supersticioso, y creo en el “azar concurrente””“, en una recepción de inicio de curso compartí­ en Nueva Orleáns con Fabiola Ramí­rez, una estudiante de maestrí­a de Tulane de origen chiapaneco. Como es natural, asociado con sus orí­genes, le mencioné a Eraclio, y mi relación cordial con él. Tengo presente el brillo de gozo y asombro en los ojos de Fabiola, y a partir de ese momento la conversación giró en torno a cuánto le admiraba y debí­a. Justo regresando a La Habana que tanto quiso, me llegó la noticia de su fallecimiento, que tuvo una sentida repercusión entre muchos en la Isla que de una forma u otra lo conocieron.

        Tiempo después, por medio de mi hija recibí­ este mensaje de su condiscí­pula mexicana: “(“¦) cuando supe de la muerte de don Laco, le mandé un mensaje a Jimena para que le pasara mis condolencias, pues sabí­a de su cariño y admiración por nuestro cuentista chiapaneco. Me sentí­ muy triste sin duda. Recuerdo haber hablado con mi mamá todo ese dí­a y traer a nuestra memoria pasajes de su tetralogí­a de novelas: Las grandes lluvias, Tocar el fuego, Sobre esta tierra y Viento del siglo. Mi mamá y yo devoramos esos libros maravillosos que te trasladan a cada época de la historia de Chiapas”.

Hoy queda en mi recuerdo su simpatí­a de siempre, “con su cariño que viene de lejos”; la reminiscencia deslumbrada de su joven coterránea en Nueva Orleáns; y el perfil de ese Pancho Villa muy personal, con su humor, rebeldí­a y ternura.

El Vedado, 15 de septiembre de 2016.

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