Así es, llega un momento en que el hastío alcanza su punto máximo de tolerancia y se desborda en rechazo público o en protesta callejera. El cansancio, el hartazgo social y la impotencia contenida, se vuelven de pronto furia liberadora y el desahogo individual se convierte en ira colectiva. Es el momento de la rebelión, el acto de convulsión social que nos acerca al sueño imaginado y a los cambios tantas veces anhelados. Es la reivindicación de la utopía.
Lo que está sucediendo en Nicaragua, un país que llevo en el corazón por muchas razones, debe ser entendido, entre nosotros, como un oportuno aviso de la historia. Aunque las situaciones no son iguales, no podemos negar que tienen cierto parecido. Tanto allá como acá los principales protagonistas de la protesta son los jóvenes, hombres y mujeres que muestran su arrojo y valentía frente a fuerzas del orden cada vez más represivas y brutales. En aquel escenario y en el nuestro, los conflictos sectoriales adquieren con insólita rapidez dimensión amplia y nacional, la protesta se difunde y abarca agendas hasta entonces insospechadas. En los dos países los liderazgos autoritarios padecen un deterioro creciente, mientras los abusos del poder y la corrupción desenfrenada son virus que contaminan y envenenan a las dos sociedades. Aquí y allá, el tema de la corrupción ha adquirido una jerarquía relevante en la lista de preocupaciones sociales y amenazas a la integridad y funcionalidad de los Estados. En los dos territorios la institucionalidad está en crisis, su debilidad aumenta y su credibilidad decae. Los dos gobiernos sufren un gravísimo déficit de legitimidad política y social.
Cuando el abuso del poder alcanza límites intolerables, el enfado social se va convirtiendo poco a poco en ira acumulada. La sociedad entra gradualmente en un estado latente de insubordinación nacional, una especie de ánimo rebelde que se difunde de casa a casa, se apodera de los barrios, convoca a los protagonistas, especialmente los jóvenes, y, finalmente, estalla en manifestación callejera, preámbulo de la confrontación violenta cuando aparecen las fuerzas represivas del Estado.
Tanto en Nicaragua como aquí, los gobernantes tienen la tentación constante de acudir a la fuerza para buscar solución a los conflictos sociales. Confían en la policía para dirimir las controversias políticas. Prefieren las armas antes que las palabras y las ideas. Olvidan la sabia reflexión del viejo filósofo español: las armas vencen, pero no convencen. La represión contiene la protesta, pero no la desarticula ni la desanima. Muchas veces es al revés: la estimula y enciende, porque concede razón a los manifestantes que denuncian la brutalidad y el odio de los represores. El protestante se repliega, pero no huye; retrocede para acumular fuerzas, para reagruparse y cobrar nueva energía. Al rato vuelve, con nueva experiencia y mayor convicción, más seguro de su propia fuerza y más empapado de su razón política. Así es la dinámica que alimenta y guía la conflictividad social y política de aquí y de allá.
Pero, a pesar de las lecciones que estos hechos nos dejan, muchas de ellas trágicas y sangrientas, pareciera que no las aprendemos ni tomamos en cuenta. Siempre estamos cometiendo los mismos errores y cayendo en las mismas emboscadas. Atrapados en un círculo vicioso de represión y protesta, los actores sociales, sus movimientos y agrupaciones, pareciera que desbordan a los actores políticos, los superan y dejan atrás. Los llamados dirigentes de los partidos, tanto de gobierno como de la oposición, no acaban de hacer la lectura correcta de los hechos y ni siquiera advierten que en lugar de estar en la vanguardia de los acontecimientos, poco a poco van quedando relegados en la retaguardia de los mismos. La política adquiere nuevos bríos y se nutre de sangre joven, mientras los políticos tradicionales pierden poco a poco su vigencia y sufren a diario el rechazo y la condena de sus supuestos partidarios. Es una paradoja: los políticos se desprestigian mientras la política se rejuvenece. Es la hora de los relevos generacionales, el momento del discreto y prudente abandono, el instante de la oportuna salida.
Siempre es bueno vernos en los espejos de los países vecinos. El caso de la cooptación del Estado por el crimen organizado, en el espejo guatemalteco; el crecimiento y la corporativización de las pandillas, en el espejo salvadoreño, y ahora, la rebelión del hastío y el final de la paciencia, en el caso del espejo nicaragüense. Nunca es tarde para aprender.