Por Ian Buruma
NUEVA YORK – En mayo de 1980, estudiantes de la ciudad surcoreana de Gwangju se rebelaron contra el impopular régimen militar, que envió paracaidistas a reprimir el levantamiento; estos asesinaron brutalmente a varios cientos de manifestantes. El general Chun Doo‑hwan, líder del gobierno militar, aseguró que los estudiantes eran agentes revolucionarios norcoreanos.
En las dos décadas que siguieron, Corea del Sur se convirtió en democracia, y Chun terminó en prisión. Los liberales coreanos todavía lloran a los estudiantes de Gwangju como mártires de la democracia, pero algunos conservadores creen que Chun no se equivocó al ver el levantamiento como un complot norcoreano. El actual presidente liberal de Corea del Sur, Moon Jae‑in, quiere prohibir por ley esta clase de expresiones, por constituir «distorsiones históricas». Se prevé una condena a cinco años de prisión para quien ponga en duda que el levantamiento de Gwangju fue un reclamo de libertad, e incluso más larga para quien elogie algún aspecto del dominio colonial japonés en Corea.
Los partidarios de esta normativa para Corea del Sur señalan la existencia en varios países europeos de leyes que prohíben la negación del Holocausto judío. Los oponentes, en tanto, consideran que leyes de esta naturaleza son un ataque a la libertad de expresión y sostienen que no corresponde a los gobiernos decidir quién tiene razón en los debates históricos.
Por supuesto que los hechos históricos están: Auschwitz existió, la bomba atómica se arrojó, en Gwangju mataron estudiantes. Pero también hay margen para la interpretación. A argumentos errados y falsedades hay que responder con argumentos más sólidos y datos más exactos.
O al menos, eso es la libertad de expresión en condiciones ideales. En la realidad, restricciones legales y sociales las hay en todas partes, y a menudo por buenas razones. Incitar al odio y a la discriminación por motivos de raza, credo u orientación sexual es ilegal en la Unión Europea. La constitución estadounidense es menos restrictiva, pero aun así en Estados Unidos no está permitido alentar o dirigir un «acto ilegal inminente». Los tribunales estadounidenses tampoco incluyen la pornografía infantil o la difamación en la categoría de libre expresión protegida.
¿Será suficiente? ¿No es el ideal de libre expresión un poco ingenuo en una era en la que un presidente estadounidense puede transmitir mentiras nocivas a millones de votantes a través de Internet? ¿Debería prohibirse publicar en las redes sociales teorías conspirativas peligrosas que agravan una pandemia global o debilitan las instituciones democráticas? ¿Bastan argumentos más sólidos y datos más exactos para evitar que estas falsedades provoquen grandes daños?
Porque creo en la libertad de expresión, no me agradan las leyes contra la negación del Holocausto y otras opiniones detestables. Pero esta posición debe contrastarse contra los peligros evidentes de permitir la circulación de algunas de las ideas más ponzoñosas. Muchos creyeron que permitir la difusión de propaganda nazi en Alemania tras la Segunda Guerra Mundial suponía un peligro inminente para la frágil democracia liberal del país. No era un supuesto irracional. En ese momento, tenía sentido prohibir esa propaganda.
Contra la prohibición de difundir teorías absurdas, solía presentarse el argumento práctico de que siendo marginales, son relativamente inocuas. Antes de la era de Internet y de las redes sociales, la idea de que Hillary Clinton y George Soros encabezan una red internacional de pedófilos caníbales no habría salido de algún grupúsculo de lunáticos. Pero hoy, millones de personas en todo el mundo (incluido nada menos que el 50% de los republicanos en Estados Unidos) dicen creer esas tonterías. Las sectas son inmunes a argumentos; contra los creyentes de nada sirven los hechos.
Varios países europeos, y también la UE, quieren aprobar leyes que regulen las plataformas virtuales. Pero que los gobiernos o las redes sociales censuren creencias irracionales o dañinas no las eliminará; sólo reforzará la convicción de los fanáticos de ser perseguidos por un sistema maléfico.
Incluso si la censura fuera eficaz para poner coto a ideas nocivas, ¿es el modo correcto? Creo que para responder esta pregunta sigue siendo pertinente el famoso caso Skokie. En 1977, el Partido Nacionalsocialista de los Estados Unidos quiso desfilar en Skokie, una localidad de la periferia de Chicago donde vivían muchos judíos, incluidos sobrevivientes del Holocausto. Ante las quejas de la población local, las autoridades municipales intentaron evitar la manifestación. Los nazis dijeron que tenían derecho a la libre expresión, y que eso incluía marchar portando banderas con esvásticas. La Unión de Libertades Civiles de los Estados Unidos (ACLU) asignó abogados a defender ese derecho. El caso escaló hasta la Corte Suprema, que falló en favor del derecho a la libre expresión, considerando que por más desagradables que fueran, las banderas con esvásticas no podían prohibirse, porque no constituían «fighting words», una acotada categoría legal de expresiones agraviantes o que incitan a la violencia y que no están alcanzadas por las protecciones constitucionales estándar.
El argumento que plantearon los abogados de la ACLU (entre quienes había judíos y ningún simpatizante de los nazis) fue sencillo: si dejo que el Estado prohíba las opiniones con las que no estoy de acuerdo, le estoy haciendo más fácil prohibir las opiniones con las que coincido. Se consideró que proteger el derecho de los nazis a manifestarse era un modo de proteger el derecho de otras personas a pensar distinto. El argumento sigue siendo válido incluso en la era digital.
Pero este principio no puede ser absoluto, ni siquiera en Estados Unidos, que es más permisivo que la mayoría de los países. La incitación a un acto de violencia inminente no está permitida. El discurso que pronunció el 6 de enero Donald Trump, en el que alentó a una turba a asaltar el Capitolio de los Estados Unidos, estuvo muy cerca de cruzar el límite. Fue una demostración clara de que las palabras pueden ser peligrosas. Lo que han hecho los medios virtuales es aumentar los riesgos; nunca antes tuvieron las «fighting words» un modo de difundirse tan rápido y tan lejos. Esto nos obliga a estar muy atentos, para proteger nuestra libertad de expresarnos y al mismo tiempo observar los límites sociales y legales que evitan que de las palabras se pase a la violencia.
Traducción: Esteban Flamini
Ian Buruma es autor de The Churchill Complex: The Curse of Being Special, From Winston and FDR to Trump and Brexit.
Copyright: Project Syndicate, 2021.
www.project-syndicate.org