Enarbolando uno como bandera defender la “democracia capitalista” y el otro la construcción de la “patria socialista”, dos bandos se enfrentaron violentamente cometiendo barbaridades en perjuicio de civiles no combatientes y destrozando un precario “tejido social”, si es que existía. Lo hicieron en el marco de una preguerra y de una guerra abierta, cruel y sangrienta, que duró once años y seis días: del 10 de enero de 1981 cuando inició la “ofensiva final” guerrillera ‒que en cuestión de días pasó a ser “ofensiva general”‒ al 16 de enero de 1992 cuando firmaron el Acuerdo final de paz, conocido como el “Acuerdo de Chapultepec”.
Así terminaron ‒arriba y afuera de El Salvador “profundo”‒ su guerra en las trincheras para pasar a la que, desde 1994, libran en las urnas. Pero la muerte y el temor, la desigualdad y la exclusión, la huida desesperada buscando escapar de eso, siguieron reinando en el otro El Salvador: el de abajo y adentro.
¿Por qué? Porque además de los seis documentos rubricados sobre la mesa de Naciones Unidas, en el marco de las negociaciones para dejar de combatir entre sí, pactaron algo más por lo bajo sin el concurso de ese organismo: una amnistía para garantizarse impunidad ante las atrocidades que cometieron, inaceptable por varias razones entre las cuales está la de obstruir el arranque del buen funcionamiento de las instituciones encargadas de impartir justicia.
Pese a esperanzadores “chispazos” ‒la pasada Sala de lo Constitucional y el fiscal general de la república saliente‒ estas siguen secuestradas por rastreros poderes antes llamados “ocultos” pero ahora, ya sin vergüenza, fácilmente identificables. Obviamente les conviene mantener así dicha institucionalidad; eso porque si el que mata y queda impune vuelve a matar, el que roba y queda impune vuelve a robar. Y a este doliente país, semejante rapiña lo ha esquilmado inmisericordemente sin que se observe ‒ni a corto ni a mediano plazo‒ perspectivas de cambio.
Al contrario. En marzo de 1993, publicado el informe de la Comisión de la Verdad, Gobierno y exguerrilla pactaron premiar a los victimarios y castigar a sus víctimas con la amnistía; hoy esos tradicionales y aprovechados abusadores junto a “nuevos” actores políticos, económicos y demás, igual de vividores, han acordado mediante un sombrío “combo navideño” legislativo ‒aprobado en el marco de otro aniversario más de nuestra pisoteada Constitución‒ seguir castigando a su conveniencia a la sociedad salvadoreña con decisiones contrarias al bien común.
“¡Habemus fiscal!” desde el 21 de diciembre del agonizante año. Raúl Ernesto Melara Morán ocupará por tres años, a partir del 5 de enero del 2019, la titularidad de tan decisiva institución para combatir la impunidad. No lo conozco ni personal ni profesionalmente; a quien sí conocí ocupando ese cargo ‒entre 1993 y 1996‒ y como inspector general de la Policía Nacional Civil, fue a su progenitor: Romeo Melara Granillo, de quien no puedo hablar bien de sus credenciales. Tampoco del resto de fiscales generales que prácticamente fueron obstáculos en la lucha contra la impunidad, desde Roberto Mendoza Jerez en 1992 hasta el saliente Douglas Meléndez. Algún día escribiré con más detalle sobre eso; pero, adelanto, solo se salvan ‒con errores y limitaciones, pero con muestras de que es posible hacer algo en esa cruzada‒ Manuel Córdoba Castellanos y el citado Meléndez.
¿Cuáles son hoy mis aprensiones y cuestionamientos? El futuro fiscal ya dijo que no comparte del todo los argumentos esgrimidos para declarar inconstitucional la Ley de Amnistía. Sin embargo, agregó, “las sentencias de la Sala deben cumplirse”. Habrá que ver cómo “cumple” esta. Pero, a pesar de ello, el escozor me lo generan quienes lo nombraron. Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA) y el resto de partidos de “derecha”, hasta el último minuto sostenían su apoyo incondicional a Meléndez; la “izquierda” parlamentaria se oponía rotundamente a este, argumentando que durante su mandato favoreció a ARENA. Y de repente, por arte de una fulera “magia”, salió “un conejo de la chistera” que no era el “favorito” de la mayoría calificada que existía aun sin contar con el consentimiento del frente “farabundista”.
¿Qué pasó? Como todos tienen “cola que les pisen” en cuanto a corrupción, acordaron una nueva forma de impunidad: no reelegir al “fiscalón” que había comenzado a combatirla. Y “nos quisieron ver la cara”, acostumbrados como están a eso porque nos dejamos. ¿Seguiremos así? Con esos partidos chocarreros ya no se puede hablar de “capitalismo” y “socialismo”. Hoy todos son abanderados de la “ideología” preponderante: ¡el cinismo!