sábado, 7 diciembre 2024

La fotografía con Santa Claus

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Hay daguerrotipos infaltables en cualquier álbum familiar: la pareja celebrando el ritual del matrimonio, ambos con sonrisas nerviosas y diez kilos de menos; la mujer embarazada acariciándose la panza por las patadas del que está por llegar; el bautismo del niño sostenido de la cabeza por aquel compadre al que nunca más vieron; el primer cumpleaños del primogénito embarrando el pastel en las paredes; y la tradicional del hijo sentado en las piernas del personaje barbado vestido de blanco y rojo al que llaman Santa Claus.

Pero a veces los papás son poco o muy caprichosos, y cuando llega la época navideña y el niño ya no es esa masa risueña de baba y fragilidad, intentan convencerlo de posar nuevamente con el habitante estrella del polo norte, la respuesta del infante ha sido un categórico, rotundo y repetido “no” en entregas anuales.

Algunos niños desarrollan fobias con disfraces, botargas y payasos que lejos de causarles risas y gracia les provocan escozor y hasta cierto dejo de repugnancia. Otros mantienen una relación de conveniencia  con Santa Claus, algo así como que creo en ti y te envío listas interminables de juguetes porque me porto bien pero mejor quédate sentadito en tu trineo arreando a Rudolf, el de la nariz roja, y a los demás renos.

Mi hijo pertenecía a este último grupo, los niños infaliblemente extravían la ilusión a cierta edad y ganan a pasos agigantados la injusta racionalidad, y nos hacen suponer a los adultos que es cierto el cuento de las abejitas y que a los bebés los trae la cigüeña de París.

Oh, ilusos de nosotros, que hasta hace poco tiempo escondíamos los regalos que el generoso Santa Claus pagaba con su Master Card y los guardábamos en las profundidades del closet hasta nochebuena, para entregarlos a su único y mimado destinatario, tan es así que en doce años nuestro hogar se ha convertido en una mezcla grosera de juguetería y biblioteca: Rayuela de Cortázar habita entre Woody y el Señor Cara de Papa, y Dublineses de Joyce reposa rodeado de autobuses a escala.

Que mi hijo crezca tiene ciertas ventajas: ahora sí, podremos exigirle la preciada foto con Santa Claus como una reliquia de su infancia que se aleja sobre las nubes.

Le exponemos argumentos que consideramos contundentes, el registro histórico-fotográfico de su momentum personal; la locación perfecta para la instantánea sería un sitio popular, nada de almacenes ni de aburridos malls.

Queríamos un Santa Claus prieto con barba blanca, de esos que apestan a tequila para aguantar a tanto escuincle llorón, de esos émulos de Papá Noel que se ganan la vida con almohadones en el estómago y que bajan de talla al concluir la temporada por el calor del disfraz.

Y un domingo nos fuimos a la Alameda Central, punto de reunión de las damas de sociedad durante la Colonia, pero que desde hace 60 años es el lugar habitual para verbenas navideñas en el que se juntan más de 40 Santa Claus con sus sets y estudios móviles que no se dan abasto para cubrir la demanda de las multitudes ávidas de algo más para recordar.

Mi hijo pensó que la exigencia era broma, una puntada más de las ocurrencias de sus papás, hasta que nos vio negociar con el staff de un Santa Claus desvencijado y subir las escaleras hacia la estructura metálica, construida como un carruaje para nieve, al fondo en el ciclorama habían paisajes blancos cursis y fríos con los pájaros de Bambi en las ramas y alrededor Buzz Lightyear, Woody,  Rex el tiranosaurio,  Slinky el perro con resorte, la Señora Cara de Papa, Jessie la vaquerita y Lotso el oso amargado.  

Hizo el berrinche de su vida, peleó y repeló, exudó lágrimas, fue inútil, la toma fotográfica llegaba como el amanecer para un vampiro, el suplicio duró tres minutos, a mi me dijeron “quítese los lentes señor para que no se refleje el flash”.

Y llegamos al infinito y más allá, al bajar nos entregaron la imagen impresa con un calendario del año del fin del mundo, mi hijo no la ha querido ver, ojalá esta experiencia no sea exorcizada por terapeutas pelafustanes, que ven traumas por doquier, y se quede tal cual en el plano anecdótico.

Por cierto, todos salimos muy bien en la fotografía con Santa Claus.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.
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