NUEVA YORK – Nerón, como se sabe, tocaba el violín mientras Roma ardía y el presidente norteamericano, Donald Trump, como se sabe, fue a jugar al golf a sus canchas deficitarias mientras arde California –y más de 200.000 norteamericanos han muerto por COVID-19, del cual él mismo ha dado positivo-. Al igual que Nerón, Trump sin duda será recordado como una figura política excepcionalmente cruel, inhumana y posiblemente insana.
Hasta hace poco, la mayoría de la gente en todo el mundo había estado expuesta a esta tragedia norteamericana en pequeñas dosis, a través de clips cortos de Trump espetando mentiras y tonterías en los programas de noticias de la noche o en las redes sociales. Pero a fines de septiembre, decenas de millones de personas soportaron un espectáculo de 90 minutos, vendido como un “debate” presidencial, en el que Trump demostró inequívocamente que no es presidencial –y que explica por qué tanta gente cuestiona su salud mental.
Sin duda, en los últimos cuatro años, el mundo ha observado a este mentiroso patológico establecer nuevos récords –registrando unas 20.000 mentiras o declaraciones engañosas hasta mediados de julio, según el Washington Post-. ¿Qué tipo de debate puede haber cuando uno de los dos candidatos no tiene credibilidad, y ni siquiera está ahí para debatir?
Cuando le preguntaron por el reciente informe del New York Times que muestra que había pagado sólo 750 dólares del impuesto a las ganancias federal de Estados Unidos en 2016 y 2017 –y nada en los años anteriores-, Trump vaciló y luego dijo sin ninguna evidencia que había pagado “millones”. Claramente estaba dando una respuesta que, pensaba, haría que la conversación se trasladara a un tema que le resultara más cómodo, y no hay ninguna buena razón para que alguien tuviera que creerle.
Aún más perturbadora resultó su reticencia a denunciar a los supremacistas blancos y a grupos extremistas violentos como los Proud Boys, a quienes les dijo “retrocedan y esperen”. Sumado a su reticencia a comprometerse con una transición pacífica del poder y a sus esfuerzos persistentes por deslegitimar el proceso electoral, el comportamiento de Trump en el período previo a la elección ha planteado, cada vez más, una amenaza para la democracia norteamericana.
Cuando yo era niño y crecía en Gary, Indiana, aprendíamos las virtudes de la Constitución de Estados Unidos –desde el poder judicial independiente y la separación de los poderes hasta la importancia del buen funcionamiento de los controles y contrapesos-. Nuestros antepasados parecían haber creado un conjunto de grandes instituciones (aunque también eran culpables de hipocresía al declarar que todas las personas son creadas iguales siempre que no sean mujeres o gente de dolor). Cuando me desempeñaba como economista jefe en el Banco Mundial a fines de los años 1990, recorríamos el mundo enseñándoles a otros sobre buena gobernanza y buenas instituciones. Les decíamos que a Estados Unidos muchas veces se lo presentaba como un ejemplo de estos conceptos.
Ya no. Trump y sus colegas republicanos han suscitado dudas sobre el proyecto norteamericano, recordándonos lo frágiles –algunos podrían decir defectuosos- que son nuestras instituciones y el orden constitucional. Somos un país de leyes, pero son las normas políticas las que hacen funcionar al sistema. Las normas son flexibles, pero también son frágiles. George Washington, el primer presidente de Estados Unidos, decidió que sólo gobernaría durante dos mandatos y eso creó una norma que no se rompería hasta la presidencia de Franklin D. Roosevelt. Después de eso, una enmienda constitucional codificó el límite de dos mandatos.
En los últimos cuatro años, Trump y sus colegas republicanos han llevado la destrucción de las normas a un nuevo nivel, deshonrándose a sí mismos y minando las instituciones que supuestamente deben defender. Cuando era candidato en 2016, Trump se negó a revelar sus declaraciones de impuestos. Y, ya en el poder, ha despedido a inspectores generales por hacer su trabajo, en repetidas ocasiones ignoró conflictos de intereses y se benefició de su cargo, socavó a los científicos independientes y a las agencias críticas, intentó una supresión directa de votantes y extorsionó a gobiernos extranjeros en un intento por difamar a sus opositores políticos.
Con razón, los norteamericanos ahora nos estamos preguntando si nuestra democracia puede sobrevivir. Uno de los mayores temores de los fundadores, después de todo, era que pudiera surgir un demagogo y destruyera el sistema desde adentro. Ése es en parte el motivo por el cual establecieron una estructura de democracia representativa indirecta, con el Colegio Electoral y un sistema de lo que supuestamente tenían que ser controles y contrapesos robustos. Pero, después de 233 años, esa estructura institucional ya no es lo suficientemente robusta. El Partido Republicano, particularmente sus representantes en el Senado, no han cumplido en absoluto con su responsabilidad de controlar a un ejecutivo peligroso y errático, mientras éste entabla abiertamente una guerra al poder constitucional y al proceso electoral de Estados Unidos.
Hay una tarea abrumadora por delante. Además de encontrarle una solución a una pandemia fuera de control, a una creciente desigualdad y a la crisis climática, también existe una necesidad urgente de rescatar a la democracia norteamericana. Los republicanos vienen ignorando desde hace mucho tiempo sus juramentos al cargo, de manera que las normas democráticas tendrán que ser remplazadas por leyes. Pero esto no será fácil. Cuando se las observa, las normas suelen ser preferibles a las leyes, porque se pueden adaptar más fácilmente a las circunstancias futuras. Especialmente en la sociedad litigiosa de Estados Unidos, siempre estarán los que estén dispuestos a evadir las leyes honrando su letra, pero violando su espíritu.
Pero cuando una parte ya no juega según las reglas, deben introducirse barandas de contención más fuertes. La buena noticia es que ya tenemos una hoja de ruta. La ley For the People Act de 2019, que fue adoptada por la Cámara de Representantes de Estados Unidos a comienzos del año pasado, estableció una agenda para ampliar los derechos de votación, limitar la manipulación partidaria, fortalecer las reglas de ética y limitar la influencia del dinero de los donantes privados en la política. La mala noticia es que los republicanos saben que, cada vez más, representan una minoría en la mayoría de las cuestiones críticas de la política de hoy. Los norteamericanos quieren un control de armas más fuerte, un salario mínimo más alto, regulaciones ambientales y financieras sensatas, un seguro médico asequible, un mayor financiamiento de la educación preescolar, un mejor acceso a la universidad y mayores restricciones al dinero en la política.
La voluntad claramente expresada de la mayoría coloca al Partido Republicano en una posición imposible: el partido no puede perseguir su agenda impopular y al mismo tiempo defender la gobernanza honesta, transparente y democrática. Es por eso que hoy está librando una guerra abierta contra la democracia norteamericana, redoblando la apuesta para privar de derechos a los votantes, politizar el sistema judicial y la burocracia federal y garantizar el gobierno de la minoría a través de tácticas como la manipulación partidaria.
Como el Partido Republicano ya ha hecho su trato con el diablo, no hay motivos para esperar que sus miembros vayan a respaldar alguna iniciativa para renovar y proteger a la democracia norteamericana. La única opción que les queda a los norteamericanos es otorgarles una victoria abrumadora a los demócratas en todos los niveles en la elección del mes próximo. La democracia de Estados Unidos pende de un hilo. Si falla, los enemigos de la democracia en el mundo saldrán victoriosos.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía y profesor universitario en la Universidad de Columbia, es economista jefe en el Instituto Roosevelt y ex vicepresidente sénior y economista jefe del Banco Mundial. Su libro más reciente es People, Power, and Profits: Progressive Capitalism for an Age of Discontent (Penguin, 2020).
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