lunes, 9 diciembre 2024

Genealogía

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Identidad

Mi nombre es Gabriel Otero, nací en San Salvador, El Salvador, el 19 de septiembre de 1965, soy el menor de seis hermanos: Nora, Diana, Julieta, Julián y Mario, nótese que desconfío en lo políticamente correcto de escribir “hermanas y hermanos”, el lenguaje es como las orillas del río cuando sólo se dice y no se siente, en otras palabras, como afirman en mi tierra, las palabras se viven y no cuentan cuando caen de bruces de los dientes hacia afuera, entiéndase hacia adelante.

Soy hijo de Julián Otero y Luz Espinoza, conocida en la alcaldía de Sensuntepeque, Departamento de Cabañas, por Lucinda Pocasangre o Lucy de Otero, ¿o al revés? que rollo esto de los apellidos de los hijos, ahora resulta que porque mi madre la registraron con otro nombre, no soy ni me apellido como siempre me he apellidado porque no es conveniente para las próximas elecciones y hay que recaudar impuestos de la nada en juicios de identidad vacuos para contribuir a la preservación del partido en el poder cuando menos dos décadas más. Cambiemos la historia, comencemos por nuestros nombres, mientras tanto que nos maten en las esquinas.

Me enorgullezco de mi linaje: soy lo que llevo puesto, un cúmulo de experiencias maduras para caerse del árbol, creo en el amor que traspasa dimensiones y en la energía, o la idea de esta, llámese alma, luz, esencia o hálito.

El mejor legado de mis padres fue la educación, no hablo de la tradicional, que gracias a ellos tengo, sino a ese cultivo de la razón y la sensibilidad que nos hace distinguir lo bueno y lo pútrido del humano.

Es difícil desnudar cinco décadas y media años en unos cuantos párrafos, es un intento arriesgado el sopesar las vivencias, ponerlas en la balanza y priorizarlas: desde su carácter íngrimo todas son importantes.  

Mi primera influencia fue Bugs Bunny, también mi primera frustración, por más que escudriñé nunca encontré su madriguera en la Alameda Roosevelt, la busqué desde la 25 Avenida Sur hasta el Boulevard de Los Héroes, la abuela Ángela me dijo que estaba un poco más arriba a la orilla de alguna palmera en el Salvador del Mundo. 

Mis vicios los adquirí a la mayoría de edad, el cigarro es el peor de todos. Los hábitos, en cambio, se me fueron forjando desde que tengo uso de razón, uno de ellos es la lectura, aunque debo confesar que ya no leo con la misma avidez de antaño.

De niño leía todo lo que se me atravesara: la sección amarilla, las enciclopedias, los diccionarios, los periódicos y las revistillas con dibujos, tenía colecciones de “paquines” (historietas les llaman en México) y mis primeros encuentros con la literatura fueron las novelas de Verne y Dickens y los poemas de Ernesto Cardenal.

Comprobé que la luna no era de queso al leer de La Tierra a la Luna, me creí el Capitán Nemo en La Isla Misteriosa, me pensé huérfano como Oliver Twist y personifiqué a Baal postrado ante la imagen difusa de Dios como el ángel caído.

Que poderosa es la literatura, una buena narración es capaz de transformar al mundo y un excelente poema nos remite a lo que somos: esa masa de carne y hueso con alma y ganas de trascender los recuerdos.

Pero yo, en el fondo, era un melómano rampante, mis gustos musicales se fundieron entre lo clásico y la rebeldía: Bach, Black Sabbath y Ten Years After o Tchaikovsky, Pink Floyd y el diablo con vestido azul, aún recuerdo las sesiones didácticas con mi padre cuando me contaba sobre la resistencia del pueblo ruso, tenacidad de toda la vida e inviernos conocidos derrotando a Napoleón en la Obertura de 1812.

Mi otro mentor en estos menesteres sónicos era mi hermano mayor, el loco querido, yo lo miraba extasiado contemplando el lado oscuro de la luna mientras retumbaba en las bocinas música extraña, letras que no entendía, pero que hablaban de insanias, amores, desencantos y suicidios.

Como travesuras estelares me encantaba jugar con las agujas de diamante del tocadiscos que sustraía con precisión quirúrgica, fechoría  que mis padres atribuían a mi otro hermano, el de en medio, hasta que fui descubierto con el delito en la mano; y, además, me fascinaba abrirle la puerta a la jaula de canarios y pericos australianos para verlos volar en desbandada.

Descubrí mi vocación sibarita cuando probé el mole, ese sincretismo de sabores eclosionando en las papilas, ahí supe que la comida es algo más que una necesidad, es la delicia de estar vivo.

Padecí de todas las enfermedades conocidas, según cuenta la familia estuve a punto de morir a causa de meningitis, el cura Gonzalo llegó a darme la bendición y los santos óleos cuando yo estaba sumergido en una inconciencia profunda, y nadie se explica las razones por las que desperté. Durante años la familia creyó que el suceso había tenido secuelas: las temperaturas elevadas me ocasionaban delirios y pesadillas para las que el Dr. Robert me recetó copiosas dosis de Valium. 

Siempre fui muy distraído, andaba absorto pensando en cosas que realmente me interesaban, aún hoy, hay amigos que pueden pasar a mi lado y yo rara vez me percato.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.
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