Se ha respondido de muchas maneras a la frase de que nuestra guerra fue una farsa. Se ha dicho que es un agravio a los damnificados del conflicto. Se ha dicho que como juicio es una falsedad, etcétera. Pero, hasta donde yo sé, nadie la ha señalado como un flagrante anacronismo.
Perpetra un anacronismo quien utiliza las circunstancias valorativas del presente para juzgar una época pasada.
Es cierto que los partidos políticos que emergieron de la guerra, para convertirse en protagonistas influyentes de nuestra democracia, han terminado representando en la actualidad una especie de sainete, un teatro bufo. Pero es un anacronismo creer, remontándose a los albores de la guerra, que el objetivo inicial compartido por Arena y el Frente era montar una tragedia donde nadie era quien decía ser y el odio solo era una simulación con el objetivo de engañar a la ciudadanía. Detrás de ese juicio, el de la guerra como farsa, yace la inferencia de que el estado actual de nuestra política es un efecto lineal de su pasado. Si su presente se nos presenta como farsa es porque su pasado también lo fue.
No creo que el Medardo González actual sea el mismo de 1979. No creo que el Óscar Ortiz actual sea el mismo de 1979. Eran otras personas, en otro estadio de “su desarrollo político”, inmersas y atrapadas en el horizonte de expectativas de otra época. Con esto no pretendo absolverlos de su confuso presente, lo que hago es no juzgar mecánicamente su pasado con los baremos de sus andanzas actuales ¿Qué sabían ellos, en 1979, de quienes serían cuarenta años después, en otros tiempos?
Cierto es que los protagonistas de una revolución (ya sean revolucionarios o contrarrevolucionarios), dados los giros inesperados que da la historia, pueden terminar muchos años más tarde representando juntos una farsa. Eso sí.