viernes, 12 abril 2024
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Florecer en territorios de pandemia según Grego Pineda

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Por Rafael Lara-Martínez (*)

En el desarraigo, la más profunda soledad proyecta su ilusión de encuentro hacia los comienzos.   RMR

Resumen: “Florecer en territorios de pandemia según Grego Pineda” ofrece una aproximación crítica al libro intitulado “Mirada cultural en tiempos de pandemia” (2021) del mismo autor.  El prólogo (0) expone cómo el confinamiento no solo describe un encierro forzado por una enfermedad, sino también una condición humana.  En su soledad de energía migrante, el alma viaja a la Tierra encerrada en el cuerpo biológico que la arropa.  Su principal apertura la concede el idioma, el cual alterna entre la repetición del nombre convencional de las cosas y su cualidad creadora de renombrarlas.  Pineda presenta una antología de poetas y artistas —principalmente salvadoreños residentes en Washington D. C. (I).  Su carácter migrante —y sus raíces flotantes en el país de origen— definen el legado dual del arte.  Finalmente, la “Coda” (II) esboza la compleja nacionalidad salvadoreña como identidad de lava, que rueda por las cuatro esquinas del mundo.  Si en su estado naciente, incandescente, arde a imagen de su origen, al extinguir la luz primordial, su negrura porosa final sigue testimoniando del plasma original del comienzo, aunque sea privada de todo fervor.  No hay un “estado de la unión salvadoreña”, sino una disposición vaporosa a la diferencia conflictiva.

0.  Cuarentena existencial

Hoy que desde la lejanía recibo “Mirada cultural en tiempos de pandemia” (2021) de Grego Pineda vislumbro lo virtual en la palabra impresa.  Caminando, el sonido se enrosca en el oído, mientras la letra descolorida escarolea la vista.  Al leerlo a alta voz, reflejo del mundo, la música concuerda con la pintura.  Se trata de una imagen del idioma que lo desdobla de lo efímero a lo permanente.  El ritmo se escabulle sin cese, pero paradójico no escapa sin imprimir la huella de su vocación fugaz.  Si esa apertura de la voz responde a una nueva “pesadilla” —­”el encierro obligado” del “2020”­— el ensueño de la vigilia le concede la “esperanza” del futuro, ya que su rastro acarrea el arte de “explicarnos qué sucede”. 

Sucede que la “amalgama” de nacionalidades desde la cual Pineda escribe —Washington, D. C.— honra la condición humana desde el principio de los tiempos.  Pienso que la mezcla no la otorga la nacionalidad, sino el nacimiento.  Nacemos emigrantes, pues el alma o la “energía divina” —la llama Pineda en “El espinoso tema de Dios”— se amarra firme al cuerpo durante su salida hacia la “Superficie de la Tierra (Taltikpak)”.  En ese instante, vivo de luz, el ser se despoja del “tejido estético” que lo arropa y sella el llanto inaugural al centro mismo del cuerpo.  Tal es el origen que el libro me evoca de volcar la “nacionalidad” en “nacimiento” por etimología.  La “amalgama” natal provoca el contrasentido de un (des)encuentro.  El alma retoña acorralada en un cuerpo único.  Ante todo, insinúa su paso por el Mundo gracias a la palabra hablada y escrita. 

Por esta razón, si es cierto que la pandemia agrava el “aislamiento” y la “deshumanización”, a menudo, al transcurrir entre la multitud itinerante, mi encierro vital no varía de intensidad.  Sólo me queda la “red social” de la lectura al caminar.  Con menos frecuencia, emerge la palabra directa que, a veces, se percibe en agresión.  “Ahí viene la policía”, me amenaza la abuela de un niño lector a quien le dirijo una pregunta, mientras espero la entrada a una oficina.  No basta la distancia de metro y medio para mostrarle mi respeto.  Quien vive la diferencia étnica al margen, percibe la palabra como asalto e intromisión.  La disculpa el ideal del encierro enmascarado que rige la editorial académica, en la gratitud de “lecturas anónimas”.  A la hora del encuentro casual, reconocer a Otro, distinto a mí sin máscara reverencial, puede provocar la pérdida de todo rigor humano.  La excepción la expresan algunos mendigos ——zonards, clochards…— que a diario dialogan conmigo como colegas que comentan y traducen mi escrito. 

Las calles pobladas también propagan la pandemia del habla espontánea.  Entonces, al advertir el peligro, sólo quedan los rezos por aquellos difuntos queridos quienes perviven en la memoria.  Sólo queda la “flor” (Anthos) del escrito que, en su mudez visual, hace del “pasado” una presencia, así como la “angustia” crea abecedarios en ramaje.  Pineda inscribe oraciones —”sentences and prayers”— que me anuncian cómo habré de morir, en reincidencia del amigo distante.  El anonimato pre-bautismal augura mi fortuna.  El cuerpo revierte su camino hacia el destino triunfal de la tumba.  Hacia la ceniza en vuelo de ave, remonta de nuevo en alma, es decir, en fruto desde la fosa. 

Concluyo la apertura del libro al admitir la dualidad intrínseca de la palabra.  Su acto oscila de la potestad creadora de (re)formar las cosas por el nombre que les otorgo, hacia su contrario, al aceptar la ley social precedente —familiar o nacional.  Asumo que las cosas poseen un nombre convencional estricto, o las adapto a mi sazón artística.  De proseguir la propuesta del propio Pineda, en su libro «La novela “Aves sin nido”» (2020), “nombrar las cosas por su nombre” revela “la ficción jurídica” —la “justicia legal”— mientras la “ficción literaria devela las trampas” de la ley, al visualizar el mismo acto histórico bajo enfoques diversos. 

Quizás, al salvaguardar su espíritu de niñez, Pineda reencarna a Mafalda, quien respeta la ley adulta, “el nombre de las cosas”.  Pero, también, intenta amoldarlas a su creatividad poética y a su sentimiento personal.  En este dilema, la pandemia siempre contamina el idioma, ya que las letras interrogan esa repetición del apodo inscrito en las cosas —la mascarilla obligatoria y virtual del Mundo— gracias al acto creativo que las renueva y desnuda.  En esa disyuntiva, el enigma crucial consiste en dilucidar si el acto artístico del habla se sitúa en el final prescrito por la ley, o en “la mañana primera de las cosas sin nombre”. 

I.  Antología

Luego de ese preludio personal, prosiguen cuatro secciones que desglosan “vida y obra”, “literatura”, “arte” y “fotografía” de múltiples artistas.  Estas reseñas demuestran cómo se desarrolla un canon nacional en el exilio.  A su creatividad se aplican esos postulados iniciales que, por tradición, vinculan el nacer a lo volcánico en el verbo náhuat “puni(a)”.  Nacemos de un estallido que rocía nuestra presencia hacia la lejanía (https://www.youtube.com/watch?v=D89YfhDIWPw).    

A continuación, se resumen esos breves ensayos que, oportunamente, incluyen poemas e ilustraciones de las autorías comentadas.  Bien podría juzgarse como una antología de poesía salvadoreña-latina de residentes en la capital estadounidense.  Junto a la Casa de la Cultura El Salvador —co-editora de su libro— este tipo de actividades puede juzgarse como sustituto vigente de la difusión cultural salvadoreña, inexistente en las embajadas. 

Sofía Estévez anota la manera en que la poesía brota de sí misma en el hueco del trabajo monótono.  La desidia inerte florece (Anthos) en la telaraña que la encubre y rodea.  Ella brota convertida en “argonauta” y navega a contracorriente de su rutina laboral.  A mano moldea su imagen fuera del “disfraz inútil” de su estigma masculino social, hasta encallar en “el Playón” donde retoña la Muerte.

Mario Ángel Escobar testimonia que la salida migratoria —más que el parto fallido de una Patria-Matria sin alimento— califica de “aborto” vivo.  Por intuición, definiría una paradoja flagrante, ya que el derecho a la vida rechaza concederle el “mínimum vital” a la infancia viva.   La “guerra” le enseña el ju-Ego que —entre el olor de la pólvora— conforma su personalidad.  En comunidad con los Muertos, renace de la erupción-parto (punia) que lo obliga a transcurrir como enredadera con raíces al aire.  Pese a convivir entre “huelepegas, ambulantes”, lo invade la alegría navideña que reúne a su familia viva y difunta.

En Luz Stella Mejía Mantilla, la “Matria-Patria” nos señala esa “cicatriz que llevamos” al centro del cuerpo.  El ombligo sella los comienzos, en inicio y postulado ético de un camino de vida.  Esta verdad tatuada la certifica la pérdida irreparable de encontrarla de nuevo, ya que su realidad intangible sólo perdura en el re-cuerdo.  En la memoria, la poeta diseña una cartografía “del pasado” tan abolido como la infancia.  Así elimina “los fantasmas” que la acechan para verificar el “cuerpo” que desfallece.   En la Tierra se descompone cual semilla antes de retoñar.

Ricardo Ballón “contempla” y “medita” al retener “su memoria” de hijo fuera del recinto familiar.  Ex-tranjero de “cielo y tierra”, en él lo natural remeda el sentimiento.  “La lluvia” calca “el llanto”; las lágrimas son simples gotas que se precipitan en el abismo; el relieve de las sierras, los altibajos del sentimiento.  A chispazos volcánicos, transcribe sus ideas que, entre las fases de la Luna, alternan del “recuerdo alegre” al capricho del sollozo.  La letra es la espera de lo amado, en la cual el sentir reemplaza el pensar. 

En la espera de la Muerte, Bessy Blanco encuentra el amor por la vida.  Canta la justicia al denunciar la violencia doméstica.  Su cuerpo se vuelve pergamino tatuado en el cual se inscribe el destino fúnebre.  Las “cicatrices” de su “teta, chiche”, mama, seno, multiplican el texto, el tejido que arropa su palpitar sensible.  Plasma el testimonio de una diáspora cuyo destino de vida le mutila la entraña materna.

En el péndulo del “mal y la muerte”, Vladimir Monge reitera el antiguo itinerario de “Jaraguá” (1950).  “Dónde quiera que lo tiran, renace”.  Florea (Anthos) en el anuncio, sin denuncia de una confrontación fratricida.  No hay más victoria que “la sangre, terror y dolor”.  Pero la fuga no puede segregar las marcas del “alma”.  La lava “de los volcanes” perdura sajada por el arado desde la infancia, tan distante como la patria misma, cuyo “retorno es imposible”.  Hasta “el dolor de la guerra” queda sepultado bajo el interés financiero de la nueva política.

“El poeta del pueblo”, Salvador Juárez, declama su arraigo a lo “puro guanaco”, pese a la acusación de su error y de su “falta”.  Recrea el habla coloquial en el desdén académico.  Por eso, no sólo se “abre camino” en el centro histórico, donde se siente profeta en busca de la tierra prometida.  También ahí vislumbra la revolución sin el fracaso anunciado.  No se doblega al “oportunismo”, ni al pesar de la derrota.

Grego Pineda / Washington

Carlos Parada Ayala se dedica a “la promoción cultural de latinos en DC”.  Interioriza a Pablo Neruda quien “cansado de ser hombre”— busca alternativas terrestres imposibles.  “Prófugo” en el exilio, transcribe la experiencia de quien sobrevive la guerra en el pueblo de Intipucá, para contemplar con tristeza la muerte de su hijo en Iraq.  El encierro de su otro hijo en la cárcel.  Quizás la pandemia le otorgue la esperanza de renacer, ya que el encierro lo percibe como “volver a la matriz” original y resurgir en brote de flor (Anthos).

Edgar Iván Hernández certifica que todo el mundo escribe fuera de recinto natal.  En un salto lezameano transporta el agua “de la laguna” hacia la estrella lejana.  En su re-cuerdo, el país permanece inmutable en su profundidad, sin dilema de cambio abrupto.  Ni la batalla contra “la noche y el ayer” disipan las sombras del pretérito en el cual los vivos se enlazan a “un cadáver”.  Tal vez porque en ese nuevo ju-Ego de la palabra, “las reglas” se desconocen.  El suicidio de la Patria riega “los sesos” en la prisión hogareña.  Al salir del encierro, ni la sonrisa lo salvaguarda de “morir” acribillado.  El poeta nunca olvida los lugares de su transcurso.  A lo sumo, ya nadie reconoce los vestigios de su paso por el mundo. 

En intermedio, Pineda declara su afición por los clásicos a quienes aconseja leer sin cese, ya que le otorgan “el puente de entendimiento” hacia sus contemporáneos con los cuales interactúa.  Toda acción de intercambio podría percibirse como opinión de Dios.  Desde “el insomnio” interpreta La Biblia como “excepcional novela” en respuesta de un nuevo testamento.  Si la existencia divina la concibe como “energía vital que me vino adjunta” al llegar “al mundo, “ese hálito” no dista de e-mc2.  Ni tampoco se escaparía del tunal/tonalli alojado en la mollera al “surgir del útero que es un medio” de transporte hacia el Mundo.  La Matria primigenia e interna antes de la Patria exterior.  Luego se termina en semilla plantada, antes de reciclarse en fruto de la memoria o en pétalo de olvido.  Somos siempreviva o siempremuerta. 

Este precepto prosigue el dictado de la peruana Clorinda Matto de Turner, a quien también le dedica un libro aparte.  Ella reclama “derechos a los indígenas y a las mujeres”.  No en vano, ideales similares siguen sin aplicarse como lo atestiguan las múltiples caravanas migratorias debido a la violencia doméstica, social y de género.

De volcar esa “ficción” ética a la realidad, Pineda se encuentra con Alfredo del Arroyo Soriano quien, en su “promoción de la cultura”, realiza “lecturas benéficas dirigidas a los presos”.  El arte lo concibe como posibilidad de restaurar vidas truncadas, existencias encarceladas, para volcarlas hacia el mundo laboral creativo.

El arte enseña que lo preso se vuelve impreso cuando “le han cambiado el nombre” a las cosas.  No sólo la arquitectura construye el espacio urbano en su diseño.  También el membrete oficial que recibe “la única plaza pública” renueva la identidad de un pueblo.  La justicia la ejerce el re-cuerdo que bautiza el espacio urbano. Al desconocer el significado del nombre, en anticipo la población vive lo cotidiano como un mundo virtual, oculto a la vista.  Sin una relación directa con los monumentos, el giro político predice las “in-comunicaciones” actuales al olvidar la “contraseña (password)” o al colapsar el “i-phone”. 

Si esa actualidad las llama “sueño”, este apelativo no deriva del acto.  En cambio, prosigue la actitud del sujeto que vive la experiencia —o de la autoridad que las nombra.  Pineda mismo reconstruye su ferviente deseo de infancia.  La libertad suprema le concede el derecho de “volar”.  Como ave colorida, remonta en vuelo sinfín ni obstáculo.  Quizás su único presagio funesto sea el giro mismo de los astros que lo obligan a absorber el tiempo.  A encarnar los años.  La adolescencia y la adultez sepultan la imaginación.  Lo obligan a asumir su figura humana inmutable.  Desde esta cualidad terrestre de ciudadano, sin holgura evoca “el cadáver de aquel niño” en réquiem a su defunción.

 Así prosiguen tres breves cartas que debaten la frontera entre la vida y la muerte.  La primera se la dirige a su hermana sufriente quien —a imagen de “cristo femenino”— sobrevive el “calvario” de la vida.  Al evocar la figura distante, Pineda encuentra el “ahora” que transforma sus “fantasmas hechos humo” en las letras vivas del escrito.  La segunda carta la envía a un “amigo” moribundo.  A él le confiesa que “tu recuerdo” persiste gracias al escrito mismo.  Quizás “la encrucijada de Vida o Muerte” la aclare ese paso que —de la ausencia difunta— culmina en la presencia del idioma oral y escrito al nombrar la amistad. 

La tercera carta cobra una actualidad singular al debatir la cuestión del aborto (véase Texas en EE. UU. y México).  Si se plantea como derecho a la vida, queda pendiente resolver si igual razón se aplica a los niños migrantes y a las mujeres que huyen de la violencia social y doméstica.  Se escapan de la falta elemental de vivienda, educación y salud, en reclamo de un derecho pleno a la vida digna.  A menudo, se ignora atribuirle esta opción de un “mínimum vital” a quienes se alejan de las armas que acribillan en nombre de la (in)justicia.  Aún no se resuelve si el indiscutible “no matarás” exige la prohibición de toda guerra, la anulación de la pena capital, esto es, si inculca un pacifismo radical al condenar toda muerte, incluso aquella que asesina bajo el amparo de la honradez.  La que bombardea por ampliar una democracia, casi siempre fallida como Afganistán y Centro América misma.  Esa lectura del trío epistolar, la acompaña la escucha de “la sonata Moonlight” de Ludwig van Beethoven y su “novena sinfonía” como “mensaje a la humanidad”.

Según Lucrecia Forsyth esa humanidad se revierte hacia el compromiso ecologista, en defensa del medio ambiente.  Ella recicla los desechos sociales hasta volcarlos en belleza y esperanza.  Asimismo, hacen Katya Romero y Oscar Mauricio González quienes transforman personajes salvadoreños famosos en “caricaturas” sonrientes.  De esta manera difunden su obra en las redes sociales las cuales aspiran a volverse bibliotecas virtuales.   

Igualmente sucede con David Camero quien traslada la “verruga histórica” de Venezuela hacia la capital estadounidense, su homónimo de siglas “DC”.  Une la comedia teatral a la poesía en esperanza de “ave Fénix” y de Flor (Anthos).  Perdurable, sus pétalos iluminan la noche.  Acaso su estado migratorio lo vive como “cascabel” que “cambia de piel” y, en el drama, como personajes inéditos que él encarna.

Para rematar el libro, Pineda presenta dos breves ensayos sobre “fotografía”: Muriel Hasbun y Alex Marchand.  Me dispenso de ofrecer un juicio de la primera.  En cambio, remito a la lectura de mi ensayo “Muriel Hasbun: arte, laberinto migratorio” (https://www.academia.edu/47776868/Muriel_Hasbun_Art_Migratory_Labyrinth_Muriel_Hasbun_Arte_laberinto_migratorio), el cual desglosa su obra con mayor atención que un breve comentario.  En cuanto a Marchand, la estampa plasma la experiencia migrante como distancia entre su autoría y el mundo.  El territorio que transita sólo lo encuentra en la imagen hecha fotografía.  Pese a su fijeza, anhela expresar el movimiento sensible de los objetos. 

II.  Coda

Si la geografía salvadoreña despliega un territorio recortado entre cerros y hondonadas, volcanes en ascenso y cráteres hundidos en su cima, en metáfora, el carácter calca esa cartografía.  Pocomam, ch’ortí, náhuat, lenca cacahuira, afro-descendiente, castellano coloquial… —idiomas extintos o vivientes; etnias presentes— diseñan el poliedro de su fragmentación cultural.  El país no poseería un solo nombre propio, sino cada lengua lo bautizaría según su punto de mira.  El ensayo final del libro de Pineda —escrito por Mario A Escobar— lo designa “múltiples universos del imaginario salvadoreño”.  El valle, la quebrada, la playa, la cumbre, cada nicho ofrece una perspectiva distinta del entorno nacional.  Unificar la diversidad bajo un reglamento único, sería un dictado político prescriptivo. 

La sección “Cuarentena existencial” identificó ese ideal como el enlace íntimo entre “nacer” y “nación”, esto es, la antigua ilusión de conformar unidades políticas de acuerdo con la homogeneidad racial, étnica, cultural, lingüística.  No extraña que la vieja utopía de un país mestizo la corone un canon literario monolingüe, ya que ambos objetivos no describen el panorama social sino prescriben la Id-Entidad de lo salvadoreño.  Como Entidad sometida a una “voluntad de poder (Id)”, se intenta unificar, ocultar la diferencia.  Los acontecimientos políticos actuales sólo reiteran esa utopía dictatorial por homogenizar las distintas instancias del territorio nacional. 

A contracorriente, el país se compone de Id-Entidades tan diversas como sus accidentes geográficos.  Su relieve cultural imita las erupciones volcánicas que provocan su (re)nacimiento cíclico.  Ser salvadoreño corresponde a asumirse en chispazo de lava —incandescente y líquida en su fluidez de fuego.  Tal sería el óleo primigenio de las caravanas migrantes.  Si hace “siglos estelares” ingresan a imprimir la toponimia aún vigente, hoy prosiguen un ritmo de péndulo en reversa.  Pineda reseña el estallido rocoso de un país que ya no se contiene a sí mismo.  Desborda, sea por hundimiento sísmico, cuya cárcava conduce a la población hacia las antípodas, sea por irrigación incendiaria hacia los cuatro rumbos cardinales.  Prosigue la vocación de lava, encendida al rojo vivo, apagada al negro orgánico.  En constancia, permanece la fragmentación resquebrajada del origen.  Del cenit de la expulsión al nadir del reposo, viceversa, múltiples gradientes procrean lo salvadoreño en el ex-tranjero, hoy vuelto entraña.  Este libro de Pineda sólo representa una primera antología de la labor cultural de la diáspora. 

Muriel Hasbun,

“Todos los santos (Volcán de Izalco, Amén)”, de la serie Santos y sombras, impresión fotográfica, plata gelatina, virada al selenio (1996).

Abstract/Resumen

0.  Cuarentena existencial

I. Antología

II.  Coda

Abstract: “Blooming in Territories of Pandemic according to Grego Pineda” offers a critical approach to the book entitled “Cultural Gaze in Times of Pandemic” (2021) by the same author.  The prologue (0) exposes how confinement not only describes an enforced enclosure by an illness, but also a human condition.  In its migratory solitude, the soul energy travels to the Earth, thanks to a biological body as an envelope.  Its main opening is granted by language, which alternates between repeating the conventional name of things and its creative quality of renaming them.  Pineda presents an anthology of poets and artists —mainly Salvadoran living in Washington D. C. (I).  Their migrant character —and their floating roots in their original country— define the dual legacy of art.  Finally, the “Coda” (II) sketches Salvadoran complex nationality as identity of lava, which rolls around the four corners of the world.  If in its incandescent nascent state, the molten rock burns in image of its origin, by extinguishing, the primordial light, its final porous blackness still witnesses the original plasma of the beginning, even deprived of fervor.  There is no “state of Salvadoran union”, but only an evaporative disposition to a conflictive difference.

(*) Professor Emeritus, New Mexico Tech

[email protected]

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Rafael Lara-Martí­nez
Rafael Lara-Martí­nez
Investigador literario, académico, crítico de arte. Salvadoreño, reside en Francia. Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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