O de la indignación política como pose
La indignación hacia el presidente y su gobierno se ha extendido como nunca. La gente que votó por él está enojada. La pregunta por los millonarios préstamos que hizo dizque para combatir el virus, pero cuya ejecución no se realiza, crece. El reclamo por las ayudas a gente necesitada que jamás llegan, aumenta. El señalamiento por la muerte de médicos a causa del virus en los hospitales en los que trabajaban atendiendo a contaminados sin que el gobierno les pagara sus salarios atrasados desde que empezó en marzo la emergencia, es generalizado. Por su parte, el presidente ni siquiera los menciona en sus absurdos mensajes dominicales, cuyos contenidos nadie cree. Por eso, sus palabras y aspavientos melodramáticos son motivo de amarga burla constante.
Pero toda esta indignación crece y muere en las redes sociales. Y estas redes ―que hay que usar sin que ellas lo usen a uno― están diseñadas para estimular el narcisismo apolítico de solitarias masas incomunicadas. De aquí que fotografiarse en poses estrambóticas vistiendo prendas estridentes, o bien lanzar mensajes biempensantes de orden político y moral, así como publicar íntimas penas y alegrías de amor y de odio, no sirve sino para nutrir un frágil ego urgido de aire para inflarse como un globo que pronto cae a tierra para iniciar un nuevo ciclo de inflamiento, vuelo y desplome.
Por ello, la indignación virtual respecto de este inepto presidente y su gobierno no se diferencia esencialmente de las “selfies” en restaurantes, sitios turísticos y alcobas en compañía de mascotas, niños, padres, abuelos, fotos del pasado, memes “new age” y demás recursos sentimentales de un ego herido por la soledad, la incomunicación, un doliente sentido de falta de importancia y la angustia de pasar desapercibido. De aquí que esta indignación sea tan petulante como la de los iracundos predicadores de parque y esquina, y la de las homilías cajoneras sobre la salvación del alma a contrapelo de la injusticia y la corrupción del sistema oligárquico y de sus gobiernos títeres, como el actual.
Las redes sociales son pues el charco de agua estancada en el que un Narciso de arrabal se contempla extasiado antes de caer y ser tragado por su inmundo espejo para que nada quede de él ni de su imagen. Por eso da grima que los movimientos populares acaten a la cooperación internacional y restrinjan su acción a esas redes, y que la indignación de los biempensantes se agote en tales aguas negras, en las que la imagen de su ego les es devuelta turbia, farisea y efímera, pues desparece después de un instante de autocontemplación y sólo queda la fetidez de la estancada podredumbre de este masificado espejo de miserables.
Los movimientos populares tienen que salir de las redes sociales y ganar la calle. Las progresías necesitan superar la vana esperanza en acciones palaciegas que derroquen al inepto presidente, y también la ilusión clasemediera de unirse por WhatsApp a tales complots para tener un puesto público y así “salvar a la patria”. La pequeña burguesía tiene que superar la mentalidad de “notables” sumisos a las órdenes geopolíticas, los rastreros “lobbies” en Washington ―tanto con republicanos como con demócratas― y las alianzas de ocasión a fin de hacer cambios para que todo siga igual, como en El gatopardo.
La indignación requiere tornarse praxis política plural y convergente para hacer cambios concretos. De nada sirve si se agota en lánguidas poses de cheslón ante el frívolo espejo de la virtualidad.