Por René Martínez Pineda.
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Aunque los defensores de la inmovilidad social, y de la infamia de lo pétreo, se rasguen la piel, yo propongo que el debate en torno a la urgencia y pertinencia de reformar la Constitución -e incluso redactar una nueva, que sería lo mejor-, no sea una cuestión de abogados, hacedores de la prueba del puro de lo contencioso, y maleantes externos de las leyes, sino de sociólogos, antropólogos, pedagogos, poetas, periodistas, curas ateos y, buscándolos con lupa, uno que otro historiador que no padezca la vomitiva sarna del victimario. Las razones son muchas y ancestrales: hemos estado bajo el dominio de abogados, y tinterillos, durante dos siglos, quienes han redactado, ¡catorce veces!, la misma Constitución -el último retoque lo hicieron en 1983- para legalizar, vía hegemonía coercitiva: expropiaciones, privatizaciones, masacres, cirugías plásticas y corrupciones, haciendo de la desigualdad social, la peor y más larga de las pandemias. Y es que, la de 1983, que hoy defienden, a capa y espada, los voceros de los victimarios, fue modernizada para hacerle la guerra social al pueblo, por todos los medios disponibles, lo cual incluye difundir la falacia grotesca de que “lo constituyente” es sinónimo de “lo constitucional”.
Para los que -con premeditación, alevosía y mortaja-, compraron la Constitución (con todo y diputados, en combo agrandado con magistrados constitucionalistas), el poder constituyente y el constitucional son la misma vaina, pero sólo porque ellos tenían en sus manos, al uno y el otro, o sea que: ni la hoja de un árbol se movía, sin la voluntad de ellos. Sin embargo, no son ni siquiera mínimamente parecidos. El poder constituyente es, para la sociología política, la potencia originaria, contundente, omnipresente y soberana del habitus politicus de la sociedad, que es el que (mediante los votos que se obtienen cuando, la popularidad, se fundamenta en la aceptación del rumbo del país, debido a que las obras son en beneficio de las mayorías y reivindican lo público, como rasero de la igualdad social) escoge y redacta las normas elementales para la organización y operatividad de la convivencia social, económica, política y jurídica (en ese estricto orden) y, siendo así, tiene la potestad autónoma de cuestionar, reformar o cambiar la legitimidad explícita de la Constitución en el momento que crea conveniente. El habitus politicus, expresado de forma tangible, es el pueblo, y esa potestad tácita es la garantía de su poder sobre sí mismo, sin ningún tipo de mediación, porque es un poder lo suficientemente autónomo como para darle continuidad o cambiar su organización política y su norma jurídica fundamental: la Constitución, cuyo poder es y está subordinado al constituyente, y no va más allá de sí misma.
En ese sentido, el poder constituyente -en tanto autoridad originaria- no emana de ningún poder jurídico preexistente en la sociedad, aunque lo jurídico contiene y reconoce -sin que lo subordine- tal poder constituyente. En esa lógica, el constituyente es un poder pre-jurídico y supra-jurídico, tanto en la sociedad política como en la sociedad civil, porque las abarca y les da sentido, a ambas. Y es que, es el poder constituyente -no el constitucional- el que organiza, dinamiza, le da forma jurídica y le da sentido pragmático al Estado, y éste al gobierno, pues, en última instancia, lo constituyente no es un asunto jurídico -per se-, sino una cuestión moral, histórica y político-cultural, lo cual es una paradoja para los abogados pétreos. Siendo así, se puede reinventar la Constitución -sin más protocolo que la decisión ciudadana- luego de una rebelión electoral reincidente (2019, 2021 y 2024), pues ésta es una forma de revolución pacífica de los sujetos políticos y, por tanto, una expresión de la libertad política del pueblo para exigir, y proclamar, otra Constitución que contenga la esencia de un nuevo contrato social acorde a los tiempos.
El poder constituyente (en tanto acumulación “originaria” de poder político, por parte del pueblo) se mantiene latente como poder autónomo y definitorio del acomodo, reacomodo o reinvención del consenso social básico de la sociedad política fusionada con la sociedad civil (el espíritu o intencionalidad ciudadana), cuya expresión burocrática es la Constitución, por lo que ésta no es una petrificación de la realidad, sino un reflejo de la misma y, por ello, sujeta a cambios permanentes, cuya velocidad dependerá de la voluntad social manifiesta en las urnas. La única limitación -tan implícita como moral- que tiene el poder constituyente, es que responda a los intereses de la inmensa mayoría de la población, y respete, de oficio, las normativas internacionales que institucionalizan el avance civilizatorio en materia de derechos humanos de las víctimas.
Por otro lado, el poder constituyente, que siempre ha estado en la esquina opuesta del poder constitucional, no responde a planteamientos abstractos y, de hecho, no emana del segundo, ni tampoco responde a la deliberada rigidez jurídica en materia de organización de la sociedad, por lo que aquel puede ponerse marcha cuando entra en crisis notoria la Constitución. Sin dudas, este es el caso del país, debido a que ha estado bajo el imperio de una norma fundamental que fue incapaz de resolver los problemas de la criminalidad, impunidad, corrupción y expropiaciones, directas e indirectas, de lo público, lo cual la convertía, más que en una Constitución en crisis, en una Constitución perversa que se amamantaba de la crisis social.
Para la sociología, el poder constituyente es superior, y es la causa, del constitucional, porque lo crea, lo subordina, lo perfuma, lo redacta por interpósita mano y, de ser necesario, lo modifica… o lo cambia en su totalidad cuando lo considera urgente y necesario. En tal sentido, las asambleas legislativas no pueden llegar a ser, en esencia, asambleas constituyentes (esa es una falacia montada sobre una fórmula electoral que, adrede, impedía que se hicieran cambios radicales a la Constitución), sino que, a lo sumo (dependiendo de la correlación de fuerzas), pueden ser: asambleas gestoras del poder constituyente que radica en el pueblo como sujeto político, y sólo en él.
Y es que, el constituyente, es un poder unánimemente autónomo, y por ello puede modificar la Constitución sobre la premisa de un derecho fundamental válido que, sin duda, surge de la voluntad social del sujeto político de la sociedad y, siendo así, es un mandato democrático ineludible, porque la democracia es un derecho de los que están, no de los que estuvieron, éstos sólo son una referencia histórica del camino recorrido.