Por René Martínez Pineda.
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El 23 de mayo de 2015, Monseñor Romero –unos minutos antes de que el gallo cantara, tres veces, la traición más grande de la historia- fue beatificado por el Papa Francisco (tres décadas después de que el continente lo hiciera su “San Romero de América”, con sólo apalabrarse con la memoria), y eso llevó a que se consolidara su doctrina socio-teológica de denuncia drástica de la injusticia, y a que se difundiera la buena nueva del paraíso del “otro El Salvador”, aquí en la tierra de los pobres. Por el lado oscuro, la beatificación permitió que sus victimarios lo convirtieran en un fetiche inocuo (una estampita) y, años después de haber bailado celebrando su asesinato, hoy tienen el cinismo de oficiar misas de acción de gracias, el día de su natalicio y el de su consagración burocrática.
Sin embargo, la beatificación no fue un hecho trascendental -per se-, como afirman los líderes de la iglesia que, hoy, toman posición en favor de los sicarios del siglo XXI. Más bien, el hecho trascendental es que sus victimarios –y, por tanto, el martirio que justificó la beatificación- sigan en la impunidad, o sea que siga en la impunidad el asesinato del pastor de los pobres que hizo, de la rebeldía, su manera de amarnos. Desde la narrativa sociológica -la de las víctimas- lo trascendental no es el título solemne, sino la doctrina teológica insolente que se embarró la cara de pobreza, y caminó, descalza, por los tugurios y los charrales sin temerle a las serpientes. En esa misma línea de lo trascendental, está la impunidad de los asesinos de Roque, razón por la cual la poesía no sabe si masturbarse en el borde de la ventana sin rostro de lo constitucional, o suicidarse en la ceniza de un crimen de lesa humanidad.
Sin duda, tanto la curia advenediza que le besa los pies a los victimarios, como los traidores de oficio, le quieren robar al pueblo el profeta que hizo suyo el púlpito de las víctimas, usando la parte liviana de su doctrina y afirmando que es “un mártir por amor”, sin decir por amor a quién y a qué, lo cual es equivalente al acto ritual de recordar, cada año, al Jesús crucificado, doliente e impotente, y no al Jesús, enérgico e indignado, que sacó a latigazos de su templo a los mercaderes que lo profanaban, cuyo símil es, en estos días, la expulsión de los asesinos y los corrutos. ¡A la mierda todos ustedes de mi casa, cabrones! les gritó, furioso.
El contexto es parecido, porque el Romero del pueblo -usando el santo grial de sus homilías sobre la conciencia- denunció, con la fuerza hiriente y sangrante de los latigazos, a los cambistas de ilusiones que profanaban el templo sagrado de los pobres, ese lugarcito que, de lejos, es una casita con intereses moratorios, carente de estómagos sanos; ese lugarcito lleno de cuerpos magullados por las siete plagas del neoliberalismo; ese lugarcito que los victimarios de su propio pueblo, usaron para darle continuidad a las masacres cotidianas con las que, el bipartidismo, se lavó las manos, mientras, en público, invocaban las palabras del mártir más hermoso del mundo y, en privado, descolgaban de la pared de su sala, su estampa milagrosa, para colgar un Picasso comprado con el dinero de los sobresueldos.
Sociológicamente, existen en el imaginario colectivo dos Romero. Por un lado, está el Monseñor que es el santo del pueblo, el insurrecto de la indignación, el utopista, el corajudo, el orador fulminante, el profeta humilde que nunca quiso guardaespaldas, ni le temió a las balas de los escuadrones de la muerte, el sociólogo de la teología de la emancipación, el que hizo el más grande de todos los milagros al convertirse en “la voz de los sin voz”: hacer renacer la conciencia social de su pueblo, en medio de la ignorancia y la represión más bestial. Eso mismo hubiera hecho frente a la delincuencia que, durante treinta años, abatió a su pueblo.
Y es que, Monseñor Romero, no podía hacer otra cosa que ser un instrumento de denuncia que erizaba los corazones justos al hablar, porque sabía que negar las palabras y parábolas que, con la teología de carne y hueso, revolucionan la sociedad desde su cotidianidad, implicaba abrir más la distancia entre la riqueza y la pobreza, entre la injusticia y la justicia, entre el mal y el bien, entre el victimario y la víctima. A un sacerdote como él (un hombre que nació en Leo, para ser dominante, creativo, fuerte, líder, valiente, y el rey de la justicia humana, y fue asesinado en Aries, para borrar su rastro de pionero de las buenas causas) le era imposible ser socialmente sensible, y no herirse de sociedad en el intento. Pero herirse no es desangrarse por los otros, sólo porque sí, sino ofrendar la sangre con los otros, que son nosotros; porque un hombre-pastor, como él, no podía levantar pedantes muros doctrinarios, ni homilías abstractas, para no ser herido, o para no sentir miedo de morir, o de ser tildado de loco; porque él sabía que, quien siembra muros, cosecha masacres; porque él sabía que, el que cría muros, le sacan los ojos de la conciencia; porque él asumió, con responsabilidad cristiana, el compromiso social con los pobres, ese mismo compromiso al que le huyen los intelectuales y políticos cobardes que creen que, soñar con erradicar el pecado capital de la injusticia, es una señal de que se está loco.
En ese contexto, en el que no negó las palabras correctas en el momento correcto, ni sintió miedo de ser tildado de loco, fue que, el Monseñor de los pobres, que ya había sido canonizado en los corazones humildes, dijo: “Aun cuando se nos llame locos… y todos los calificativos que se nos dicen, sabemos que no hacemos más que predicar el testimonio subversivo de las bienaventuranzas, que le han dado vuelta a todo para proclamar bienaventurados a los pobres, bienaventurados a los sedientos de justicia, bienaventurados a los que sufren”. De ese tamaño era la locura del Monseñor Romero de los pobres, del santo más hermoso del mundo, debido a que, de tanto recordar masacres y recordar a Rutilio Grande, se asfixiaba de justicia en el púlpito, y en ese lugar la alegría de las buenas nuevas le inundaba los ojos hasta desbordarlos, pues sabía que no iba a cruzar, junto a su pueblo, el río que purifica la sangre derramada.
Al beatificarlo (siendo ya el santo patrón de la utopía) sin más protocolo que la obscena publicidad eclesiástica que, con la boca torcida de disgusto, recurre a minimizarlo, o cosificarlo, para convertirlo en sustantivo abstracto, cuando es verbo concreto. Al beatificarlo, sin más parafernalia que el cinismo impune de sus victimarios que, para salir en la foto, asistieron al acto, lo convierten en muro, y él es, como imaginario colectivo, como sentido común de la justicia, el puente más largo del país.
Un puente es, desde la óptica sociológica de lo cotidiano, la metáfora precisa para conceptualizar la peregrinación hacia la conciencia social.