Por René Martínez Pineda.
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Pero el pasado es un archivo encriptado, de fábrica, que es imposible borrar o modificar, siempre permanece la información en los documentos que son los que le dan consistencia a nuestras vidas, hasta que el pasado se convierte en el único futuro bajo la forma de una sentencia que, impersonal, nos condena a un entorno de libertad asistida.
Nunca pudo comprender por qué no debía hablar con, Avril, sobre Berlín y Buenos Aires, ciudades en las que, a pesar de la ausencia burocrática, vivía su familia; ciudades llenas de tabernas, cafeterías y asados donde los compas, cuando el azar hacía de las suyas, calentaban las tertulias con recuerdos subversivos que le ponían leña a la fogata de la memoria. Y en la pared principal de la taberna, o del hostal, una foto clandestina de una nación que no existía entonces, acompasada con canciones de protesta que nadie quería recordar porque dolían. Y, de súbito, llegaban noticias de la inexorable crisis de gobierno; las de un escuadronero olvidadizo pidiendo leer la Biblia en la escuela; las de un futbolista como mesías de la felicidad; las de un diputado robando, como degenerado, mientras era ungido como pastor de la iglesia de los santos de los últimos robos y fornicaciones.
Y es que, había un maleficio en el silencio de, Fernando, que ella no quería descifrar, ya que no le interesaba vivir del pasado ajeno para no atraer malos espíritus al presente propio. Avril, creía eso debido a que ignoraba que la memoria del corazón edita los malos recuerdos para que el pasado no sea un torturador. Sólo cuando paseaba con él, recordaba alguna charla trivial pepenada en una banca del parque Libertad que está contiguo a la Plaza de Mayo; unas palabras al azar, pescadas en la ráfaga de viento que turbaba el interior del bus que volaba hacia el barrio La Boca, después de saltar los muertos del día y bordear el reloj de flores de la Avenida Independencia; recordaba un suspiro ajeno cuando llegaban telegramas con matasellos de Berlín, Buenos Aires, Suchitoto… total, cuando se confunden las conjugaciones del tiempo, se confunde también el espacio, pues, como dicen las ancianas bienhabladas, son la misma mierda en distinta bacinica. Entonces, ella depositaba en la charla un nombre, una foto, un olor, una casa, como si fueran la limosna dominical, monedas de plata, éstas, que esperamos hagan el milagro de la resurrección de la memoria al tercer suspiro.
Erinnerung ist ein Labyrinth, dijo, el hombre sentado junto a él en el metro de Berlín, como si adivinara su dilema. Fernando, no comprendió la frase, pero sí el gesto, por lo que intuyó su significado. ¡Qué sabe este cabrón de la nostalgia que te hace sentir confortablemente entumecido!, quizá soy el único exilado que no ha pagado su deuda, pensó.
Con el aire conspirativo con que leía los mensajes clandestinos en la guerra, sacó otra vez el telegrama, pero no desapareció la primera agonía que le produjo el mensaje: era una orden inapelable. No había nada ilógico. La reacción, al releerlo, era la misma; la sorpresa, era la misma; el golpe en la frente, era el mismo. Avril, no lo leyó, nunca lo hacía, para no meterse en recuerdos indebidos, ni sufrir calentura ajena. Si el telegrama hubiera errado la dirección, ahora no tendría ese dilema de disonancia cognitiva, pero eso sería sospechoso. ¿Qué le pasará a tu abuela que no ha escrito? Preguntó, unos días antes, y él no supo qué responder, o a lo mejor dijo: es cierto, voy a escribirle. Si la abuela no hubiera escrito, todo estaría igual que hace una hora: el café de la tarde en el panorámico de Brandeburgo; la pizza Italia, del sábado por la noche, después del partido de fútbol; el beso de buenas noches, después de ver The Black List, o un concierto de Stix; el trabajo, igual de burocrático.
Por instinto, se bajó del bus en la Potsdamer Platz, y antes de doblar hacia la Avenida 9 de Julio para admirar el Obelisco, se quedó parado sin saber dónde estaba; sintió estar en muchos sitios al mismo tiempo sin saber el día exacto en que estaba; se preguntó por qué no hablaba de algunos hechos, y hasta entonces comprendió que, ese hermetismo absurdo, es la visa del exilio que nos obliga a extrañar en silencio para no ser deportados. Lo más que podía hacer era disimular la añoranza aferrándose a, Avril, diciéndole que el pasado no importaba. ¿No importaba el pasado? Esa fue la mentira originaria del exilio (al decir originaria, decimos que hay otras redactadas en la caseta migratoria); la mentira fundacional, por decirlo de alguna forma, porque sí le importaba mucho el pasado, tanto como el presente y futuro al lado de, Avril, y sus dos hijos, porque ella era el símbolo de la transición vital: de la guerra a la paz; de marzo a mayo; de la sombra a la luz. Sí importaba el pasado, por ser la explicación de lo que, Fernando, es; por ser el itinerario que le permitió conocerla, y el mensaje del telegrama, sentía él, ponía en peligro todo, y en ese instante la barbilla de, Avril, aunque no estaba a su lado en ese momento, empezaría a ser sacudida por un sismo.
En la “5 Beine zur Katze“, la oficina de arquitectura donde trabajaba como diseñador, desde el inicio de su exilio, releyó el telegrama, uno más de los muchos de la abuela, pero en esta ocasión con una frase lapidaria. Cayendo en el terreno del realismo mágico, creyó que podría agregar una monosílabo, poner un “no” en el lugar preciso y, así, cambiar el mensaje y, con ello, la realidad.
Y entonces decidió leer en voz alta el telegrama para que, sin querer, Avril, escuchara un mensaje que no iba dirigido a ella, salvo algún saludo fortuito que hacía una pausa en la sala. Esta vez, Fernando, sintió ganas de romperlo sin responder, mirarlo de norte a sur para hacerlo desaparecer, o para deducir otro significado en las palabras de la abuela, talvez un significado casero, una sabia y fulminante reflexión política sobre la coyuntura electoral que, en esos días, estaba cargando los dados para que la delincuencia tomara posesión del Estado, y que la derecha más reaccionaria conservara el poder sin mover un dedo… ni invertir una gota de sangre, debido a que su abuela siempre se adelantaba a cualquier conclusión.
La abuela era la fuerza que hacía soportable el exilio, y en sus telegramas se sentía que nunca se puso a llorar la ausencia de su nieto, ni su partida súbita sin retorno, tan gritada, tan sentida. En los años en, Berlín y Buenos Aires, la abuela nunca habló de su propia muerte en los telegramas para no atizar el retorno.