Por René Martínez Pineda.
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La calle de la amargura y del perpetuo calvario sin socorro -denso santuario de penitencias amargas, confesiones viciadas, mercados negros y buseros rapaces-, cobró vida… y, con volátil euforia, se puso a sonreírle a los buses destartalados que, de madrugada, transportan sueños de diminuta grandeza al lugar donde éstos mueren de hastío, o se suicidan con el cuchillo de la negación de sí mismos. Sonríe, con la mirada perdida, tratando de comprender al “loco tirapiedras” que, suspirando de nostalgia -por los datos de una encuesta que parió en cuclillas, y maleó con el hígado, para que hiciera juego con su alma virgen- ve pasar el tren de los años peligrosos, con la esperanza de que se detenga en la estación central del pueblo, para que se baje el monstruo de dos cabezas del crimen indiscriminado y, con el ceño fruncido y el culo bostezando, obligue al país a que vuelva a jugar capirucho con la muerte.
Y entonces, el cuerpo se dilata y habita en los sentimientos de las víctimas, para ser feroz en la defensa de las venas que corren por la sangre; para ser testigo, de descargo, de la boca que sale de las palabras; para trazarle renglones a la narrativa de la víctima que es ignorada por los mercenarios del periodismo… y después, la conciencia sobre la muerte se graduó, con honores, de asesora política de la desilusión electoral, y empezó a putear, a diestra y siniestra, a los buitres del fin del mundo que se reían de la quimera de un país hermoso y bien peinado.
¿Qué debo hacer para no sentir miedo de volver a sentir miedo? ¿qué debemos hacer para que el flautista de Hamelin se lleve lejos, muy lejos, a las ratas oportunistas y a los zopes que, salivando tinta hasta el orgasmo ingobernable, merodean el país?
Después de tantos intersticios cincelados con las osamentas, al por mayor, que no tuvieron el debido proceso a la hora de exigir justicia, la luz corretea por los rastros y los rostros del purgatorio de la memoria, y la gran señora del clima pronóstica, con una sonrisa inverosímil, que habrá un recio temporal de abrazos, tan dulces como la cemita mieluda sin extorsiones… ni toques de queda. Mis manos se han despojado de la cadena que las tenía en silencio y, sin más guía que la luz del faro de Alejandría -reconstruido en la capital búlgara que incinera la diatriba de los vulgares de la opinión pública- han ido de visita al purgatorio de la memoria, lugar en el que, de la mano de Dante, los muertos aprenden a morir en paz mientras caminan en círculo.
En los breves descansos del tanto ir y venir al pozo de agua nueva, salen los monstruos del pasado con la intención de beber la sangre que dejaron pendiente por falta de tiempo. Pero hoy es el día después de la catástrofe social, es el día de quitarle el vacío, al vacío, y quitarle los olvidos, a la memoria; es la hora de abrir el candado de la boca; es la hora de la audiencia preliminar de las víctimas, y la audiencia final de los victimarios, quienes, haciendo la señal de la cruz con los dedos ensangrentados, niegan que lo fueron; es la hora de pedirle la hora al indigente que murió esperando -sentado en la acera de la melancolía-, el retorno del que partió sin decir adiós, sin pagar el recibo de la luz, y sin poder escribir su drástico nombre en la página de los expulsados del país con dispensas de trámite.
Acabo de cumplir ochenta y tres años, aunque no estoy seguro del número, creo que son unos veinte más -¿o veinte menos?- porque pertenezco a una generación sin calendario, ni cumpleaños, ni bautizos, ni lunas nuevas para sembrar promesas. Mi páncreas también cumplió ochenta y tres años, pero mi corazón, mis manos, mi cerebro, mis ojos, mi boca y, sobre todo, mi conciencia social, tienen apenas cincuenta años -digo, “apenas”, para no sentirme tan viejo- porque esos órganos tuvieron vida hasta cuando, entre las grietas que nadie ve, ni hurga, la lucha social tomó posesión de mi sangre y de mi espíritu.