Por René Martínez Pineda.
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La vida, maestra implacable, es la que nos enseña, a palos, qué hay que hacer para remontar el desfile de la identidad burocrática; es la que -empotrándose los laureles de los héroes que vencieron a la dictadura, al miedo y a la delincuencia- nos exige que hagamos algo por erradicar la injusticia social, y nos avala, con fe inquebrantable, las decisiones tomadas en el camino si usamos como Polaris el amor al pueblo, ese rompecabezas de personas que es la tierra que nos sustenta en el tiangue de la memoria, en el que, por unos mendrugos de pan, se cargan recuerdos o se cargan olvidos… eso lo decide uno.
Soy –lo confieso, aunque sea acusado de esquinero sospechoso- un cargador de recuerdos y de víctimas sin victimarios judicializados en la Era de la Gran Delincuencia, y esa es una labor solitaria con sentimientos encontrados: es una gracia o una desgracia, eso depende del recuento final de los olvidos metidos en los himnos del patriotismo. Sociología de la nostalgia, así le llamo a la historia que reivindica la historia de quienes la sufrieron en carne viva y espíritu muerto.
La memoria está llena de olvidos, dijo, Benedetti, por lo que ser un cargador de recuerdos era algo funerario, ya que éstos morían de hastío al estar infectados por el virus de la amnesia, o habían sido inutilizados por la vacuna de la mentira en la que chisporrotean los yunques de los Parker, Cristiani, Funes, Flores, similares y conexos; recuerdos olvidados a merced de un buen samaritano que se apiadara de ellos y, abriendo la mano, les diera la limosna de la vigilia, sin gorro frigio, que los llevara a la ciudadanía que saludemos orgullosos; recuerdos que esperaban que alguien los perfumara, peinara e inyectara el complejo B12 de la identidad cultural, y que repitiera el hechizo que los resucitara con el primer grito del vientre en el que vibran los motores de la indignación. Mi país, apenas un ejido en el que crecen los laureles de los héroes oscuros que asesinaron al pueblo con balas y desfalcos; apenas una nostalgia dulcita mermada por los traidores del loroco que, de la mano, pululan en las urnas electorales del ayer; apenas un predio baldío que cada día tenía más pequeños los kilómetros cuadrados, desde que se privatizó el sol vivificante de nuestras glorias cotidianas. Mi país, mi matata vocinglera llena de recuerdos migratorios que, enmarihuanados, nos susurraban que no teníamos reservas de dignidad para regatearlas en la esquina de la muerte, y que nos recordaba que, apenas, nos quedaban unas hilachas de la historia que fue lapidada en el centro comercial convertido en el paraíso que, Dios, salvaba cual patria sagrada del neoliberalismo.
Después de una eternidad sin senos en las fértiles campiñas y ríos majestuosos, lo único que teníamos -la mayoría que no contaba en los curules en los que se legislaba la religión que nos consuela-, era una utopía etérea y traicionada que nació hace dos siglos, y que, por eso de la ingenuidad del súbdito, fue bautizada como Patria en la pila de las expropiaciones, pero lo que menos teníamos era “patria”, porque carecíamos de su patrimonio elemental: un lugar donde caernos muertos sin pedir fiado el ataúd.
Durante dos siglos –en la Nueva España de la Oligarquía parida por la Independencia- se nos dio atol con el dedo a quienes llorábamos borrachos por el himno nacional bajo el ciclón del Pacífico y la nieve del norte teñida con la sangre de los asesinados, mientras los corruptos –tirándose pedos en el sillón presidencial que reverenciaba el acta que consagró la soberanía nacional del victimario- nos hicieron creer que éramos lindos, independientes y libres de decidir nuestro futuro bajo los cielos de púrpura y oro de las maquilas y ventas callejeras, siempre y cuando los mantuviéramos a ellos en el poder como dogma y guía.
Cada día que pasaba sin que hubiéramos podido salir de los bares y burdeles de todos los puertos y capitales de la zona (la Gruta Azul Legislativa, El Calzoncito Rojo del funesto; el Happyland Constitucional; el Tío Sam incestuoso), nos hacíamos más dependientes de la política de los políticos de rancia estirpe que, cual reseña de virtudes y anhelos, nunca eran señalados como esquineros sospechosos, a pesar de haber robado millones; cada día éramos ofendidos por la impunidad de los que redactaron las leyes contra la impunidad; cada día más esclavos de la corrupción sin grilletes, que era el gendarme de la gobernabilidad en la historia oficial que nos decía, lindando el cinismo, que “la lluvia del hambre iba a terminar cuando dejara de llover” en los soberbios volcanes y apacibles lagos de la pobreza en los que viven los comelotodo. Durante dos siglos fuimos sirvientes de las decisiones de los juristas sin juramentos de honradez, y de los políticos sin escrúpulos que, con cirugías plásticas, nos dictaban la forma en que debíamos soportar, patrióticamente, la calamidad de nuestros hogares queridos, en los que el garrobo -no el Torogoz- es el rey, y debíamos soportarlo sin perder la sonrisa, porque éramos perfectos cuando aceptábamos haber nacido y amado los senos del hambre que bailan, desnudos, en la senda florida de la apatía, como símbolo sagrado de El Salvador saludado, reverentemente, por las nuevas generaciones sin doradas espigas ondulando en los molinos de los juzgados de paz.
Aunque tarde, la mayoría se dio cuenta de que la historia oficial –patentada por los victimarios- que nos vendían en los libros de estudios sociales; que nos restregaban en la cara con hiperbólicos discursos, ensayados en el espejo en el que surgen las bellezas del arte de la pírrica desnudez; y que se leyendizó en la propaganda electoral de los corruptos que salieron del infierno de las bananeras constitucionales… era la historia de un sueño líquido sin almohadas en los mesones.
Hoy, la independencia debe tener otro significado en el imaginario, pues no se trata de conmemorar la independencia dada, sino de celebrar la independencia que se está dando, y que, con la corona de amor ceñida en las inmortales sienes de lo público, repica en el campanario de la iglesia La Merced de los febreros sublevados.