viernes, 27 junio 2025
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Escrito en una servilleta: El minuto más largo de la historia (1)

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Escrito en una servilleta: El minuto más largo de la historia (1).

Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

Como todas las mañanas de los últimos veinte años, siempre a las 7:12, se sube en el primer bus que para frente a él. Jamás se fija en el número de la ruta, o si va lleno, lo único que quiere es viajar sin rumbo por la ciudad, para no sentirse en ningún lado, y para sentir que, la sucesión de fotos que pasan por la ventanilla, es un regreso al pasado lejano en el que, bendito dios, la violencia no había tocado a su puerta. Y es que, ver pasar el paisaje, es darle macha atrás a la pesadilla que empezó a vivir hace dos décadas; es zambullirse, desnudo, en el río de la nostalgia en el que suenan las piedras del rigor mortis. Con la cabeza apoyada en la ventanilla, y el corazón apoyado en la mano izquierda, siente que huye de todo, y de todos, como si fuera un prófugo del dolor.

Todos los días es un prófugo que fue condenado sin permitirle presentar pruebas de descargo, porque, todos los días, los carceleros del imaginario dejan en libertad incondicional a los malos recuerdos, y éstos son unos sicarios implacables, lo han demostrado durante décadas. De los malos recuerdos sólo se puede huir muriendo en vida, y viajar en bus es su forma de morir, día tras día, matando el tiempo transcurrido. Ese es su plan y, hasta ahora, le ha funcionado.

Piensa que ya deben haber pasado unos treinta minutos, pero en el bus el tiempo es relativo y reproduce la paradoja del abuelo en la mente. En este momento está entrando al centro histórico, es la sexta vez que el bus lo lleva a ese sitio alegórico y, al igual que en las ocasiones anteriores, el rastro de la delincuencia está presente en las paredes, las aceras, los mercados, y, cual penitencia perpetua, en el rostro de los espectros que, con temor, deambulan de arriba abajo con el corazón en la mano y, según se ve, rogando porque llegue alguien que proteja a las víctimas, no a los victimarios. El bus está casi vacío, parece que la mayoría de pasajeros decidió bajarse antes de entrar en ese sitio. La orfandad de los asientos, y el paisaje macabro, al otro lado de la ventanilla, le hace sentir la urgencia de volver a casa, con la esperanza de que en ese lugar dejará de ser un prófugo, lo cual es una contradicción ilógica, pues ese espacio se encoge en la medida en que crece, haciéndose aún más doloroso, y entonces la paranoia le respira en la nuca.

El bus continúa su marcha. Hoy se subió en “la circunvalación”. No hay nada que lo detenga, y siente ganas de quitarse la piel, poro a poro, creyendo que es en ella donde habita el dolor. Sin embargo, no hay forma de salir ileso, tanto dentro como fuera del bus. Él observa a los pocos pasajeros que, bostezando, se mantienen en sus asientos, pero ellos no miran por la ventanilla, sólo bostezan, quizá pensando en que el sueño va a llegar para echar a patadas los recuerdos dolorosos que forman el Rosario de las víctimas. Se pregunta si, como él, ellos están conscientes de la sangre que corrió por las calles sin que nadie hiciera algo por arrebatarle el cuchillo al hechor. Esa es una reflexión altanera que termina siendo una condena, porque no hay nada peor que saber qué es lo que pasa, sin poder hacer nada para resolverlo, pero no tiene el ánimo de entrar en conflicto con su conciencia.

Está triste, eso se nota a leguas. Desde hace años lo está, y su tristeza es un pozo de lodo que no tiene fondo; es una lluvia de aceite hirviendo que, gota a gota, se cuela en los intersticios de su memoria. Hay una figura que no deserta de su mente: la de un pandillero vestido -con los atuendos de un encomendero- de ministro de seguridad pública. Siente temor y, desesperado, le da permiso a la querencia para que llegue a tapar los hoyos de su cordura. Aparta la cabeza de la ventanilla y, como si desgranara una mazorca, se pone a hacer cuentas con los dedos, tratando de deducir qué cosas debió haber hecho para no caer en el suplicio que lo acompaña. Ya es un hombre viejo, el doble de viejo de lo que debería ser, debido a que ha tenido que vivir sus años y los años de la hija que murió antes de tiempo. Viste una camisa negra sin planchar. Lleva una vieja computadora en la que guarda los algoritmos de su tormento, junto a los poemas que escribió cuando el suicidio quería entrar bajo sus párpados. Tiene la pinta de un vendedor seguros de vida usados, pero no lleva corbata, así que debe ser un profesor de álgebra experto en resolver trinomios cuadrados imperfectos, pues nada es perfecto desde que sufre a solas y en silencio, y no hay mayor bullicio que el silencio. 

El motorista lo mira, fijamente, para invitarlo a bajar del bus, pero él no tiene intenciones de hacerlo, sobre todo en esa parada que, en su alucinación, es la estación de Auschwitz, y no quiere bajarse a hacer la fila hacia las cámaras de gas, en cuya entrada cuelga el letrero: ver, oír y callar. Pero sólo es el centro histórico. No hay cámaras de gas, hay mataderos, a cielo abierto, en los que la sangre del pueblo es usada como levadura para hacer subir la masa de corruptos y victimarios. El agua la provee el río de personas que salieron huyendo, y que, no obstante estar a miles de kilómetros, siguen siendo renteadas bajo la forma de remesas puntuales. En esa parada se han subido cuarenta personas. Él, cierra los ojos, con furia, como cuando se está a punto de encarar una ola bravucona y gigantesca. Empieza sentir la llovizna de la tos ajena; el olor a sobaco, a culo y a semen retenido; unas tetas enormes y liberadas se posan sobre su brazo. Decide que eso fue un acto involuntario, que no fue una descarada insinuación carnal, y mira por la ventanilla con la intención de no ver nada.  

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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