Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1
Sin previo aviso, me agobió la sensación de fuga, pero debía cumplir la misión, y para ello necesitaba hacerle un nudo ciego al miedo, para no errar el disparo, sólo tenía oportunidad de hacer uno, y si me temblaban las manos…
Los huéspedes del hotel no sospechaban nada, para ellos sólo era un hombre que participaba en el congreso de antropología política. Armando y Noé, no iban a abrir la boca. La espera había terminado, debía domesticar las ansias, respirando lento. Me puse a hacer cálculos del ángulo más apropiado para el tiro desde la ventana, y de pronto sentí el frío de unos nudillos en la puerta. Oculté el fusil. Abrí la puerta, y un golpe de misterio me dio en la cara, pues en el pasillo sólo estaba la mucama, y me juró, por las venas abiertas, que ella no había tocado, ni había visto a alguien hacerlo. Sus piernas, que lucen perfectas a pesar de estar ocultas bajo la falda del uniforme, me devolvieron a mis años de paranoia. Sonrió. Me preguntó si necesitaba algo, y respondí: nada, y nos despedimos parpadeando al mismo tiempo. Todo estaba listo, sólo tenía que esperar el inicio del mitin, a las siete de la mañana del día siguiente, ubicar el blanco, respirar profundo, jalar el gatillo, huir con rumbo desconocido, tomar el avión. Sin saber por qué, me puse a pensar en las piernas de la mucama, había algo fantasmal en esa perfección que encajaba, a la perfección, en el halo de un hotel embrujado.
Por la noche, tratando de disimular mi propósito y hacer menos ríspida la espera, fui a cenar con mis compañeros de viaje y, hablando de cómo la historia podría ser mejor si elimináramos el origen de la maldad presente en ella, brindamos con cerveza Patricia, en Ciudad Vieja. Esa sería nuestra última noche en Montevideo, por eso no dejamos que el reloj ejerciera su tiranía. Mientras ellos pedían un “chivito uruguayo”, para aplacar el hambre y la fermentación de la cerveza, pensé en los ladridos del perro del balcón contiguo, y concluí, bajo los efectos de la paranoia, que tenía voz de persona. A pesar de la ansiedad, dormí tranquilamente. Por instinto, desperté un minuto antes de que sonara la alarma del reloj. Ya casi es la hora, pensé, cuando sentí que el sol me espiaba por la ventana.
Mi cuerpo se confundió con el tono apático de las cortinas, en una atmósfera impregnada con olor a cigarros furtivos que hacían esfuerzos sobrehumanos por ocultar el olor a miedo. ¿Quién no ha fumado con espíritus errantes y cadáveres oxidados cuando está a punto de hacer, lo que yo iba a hacer? Y es que, en operaciones como esta, esos personajes son nuestra única compañía, formando parte de la belleza del silencio que no es alterado por el estampido de una bala que asegura que, a los locos, no nos quedan bien los nombres ni la culpa.
La veintena de soldados que custodiaban el busto de un político con cara de muchos, se parapetó en los árboles que marcan los lindes de la plaza; cinco más, hacían un círculo para librar, de todo mal, el mármol cagado por las palomas, y para tapar sus mil rostros malignos que se parecen a Caín.
Torcí el cuello en forma antinatural, miré a mi espalda para cerciorarme de que la puerta estaba cerrada; apoyé los codos sobre el borde de la ventana, como si fuera una almohada tibia y cómoda. Luego, cerré el ojo izquierdo y afiné la puntería para ubicar el blanco. Sabía, de antemano, que en la Operación Bálsamo estarían presentes mis demonios para atestiguar, de ser necesario, que lo hice en defensa propia. Me parapeté sobre los codos, y seguí rastreando al genocida que asesinó, con dolo, la historia triunfante de las víctimas. Al reflejo, acaricié mi pulsera de oro para recordar su drama: hay muertes que son necesarias para la vida. Recorrí el espacio, con sigilo y paciencia. Centré la mira en el blanco, y puse en práctica la lección básica del instructor: paciencia y firmeza. La historia del continente cabía en la mira del fusil. Unos giros imperceptibles para centrar el blanco. Calcular la velocidad del viento no era necesario a tan corta distancia. El Balmoral está al fondo de la plaza, forma parte de ella. ¡Puuumm! Ruido e imagen mortal del pecho del genocida estallando como un campo de fresas. Salí del hotel en silencio y rápido, previendo la presencia inmediata de los soldados.
Abordé el taxi hacia el aeropuerto, sintiéndome tranquilo e intangible, recorriendo el paisaje que lucía totalmente nuevo después de ese juego entre la vida y la muerte de la muerte. Luego supe que el silencio definitivo del hombre que había asesinado, sin odio ni placer, lo cambiaría todo en el continente, en el mundo. En las emisoras de radio, la noticia del asesinato de Caín se fue desvaneciendo, poco a poco, como si el tiempo diera marcha atrás. Un parpadeo. Es necesario comerse los pecados de los otros, para que los otros no purguen una penitencia infame.
Me inquietó recordar que dejé la luz encendida y, desde el taxi, vi su resplandor, como si no hubiera avanzado nada en mi huida al aeropuerto. Sí, la luz de la habitación 704 estaba encendida, pero a nadie le incomodó, porque antes de cerrar la puerta, cerré los ojos.
Supe que había acertado el disparo cuando me percaté de que la ciudad tenía otro olor y otra nomenclatura. Fue necesario regresar al pecado original para cambiarlo todo de raíz. El paisaje estaba gratamente irreconocible. Google Maps me confirmó que ninguna plaza, o monumento, o calle, llevaba el nombre de asesinos o mártires, pues no hay unos sin los otros. La Plaza de Mayo, es una celebración a las madres y la leche a tiempo; la plaza D’Aubuisson, tiene otro nombre, y es una fuente luminosa donde los niños juegan a tocar el cielo, sin temor a los escuadrones de la muerte. Todo salió bien, pero me agobiaba el hecho de que, lo último que oí por la radio, fue la voz agitada del reportero afirmando que el tirador había sido abatido a balazos en el lobby del Balmoral, el hotel embrujado, y que de su mano se deslizaba un pequeño libro: “el turno del ofendido”.