Por René Martínez Pineda.
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Miró el retrato y, por instinto, cerró los ojos, como si con eso hiciera desaparecer la telaraña que, por el veneno que corría por sus venas y recuerdos, distorsionaba la realidad, empujándolo a la primera fase de la muerte: la pérdida de la conciencia. Lo hizo para serenarse; para asegurarse de que sus ojos decían la verdad, y nada más que la verdad; para calmar su agonía de pre-cadáver. Miró, fijamente, el retrato, para que su cerebro, o nostalgia –quien llegue primero a la cita- tomara una decisión final que lo pusiera en este mundo… o en el otro. No podía seguir debatiéndose en la incertidumbre; no podía seguir perdiendo el tiempo dudando de lo que veía: el retrato de la mujer hermosa que hacía indoloro el paso del veneno que, con alevosía, lo retenía en la caseta migratoria del purgatorio, ese habitus en el que se revisan los sellos de las cuevas visitadas, para permitir, o denegar, la entrada a la segunda fase de la muerte, ese momento de agitación y malestar emocional en el que la eternidad dura siete minutos, y los minutos, una eternidad.
Es el retrato de un rostro ancestral, del que se prenden unos hombros ejemplares y unos senos geométricos y dulces, pintados con la extinta técnica “l’amour de ma vie”. La sonrisa, los ojos almendrados, los senos, y las olas del cabello, se juntan en un maremoto de luz que le da un aire salvaje al fondo: un cafetal atestado de campesinos en flor. El marco es de bronce dorado cornucopia, mandado a hacer, en 1917, por el dueño de la finca, según relata el manual, el que además es una bitácora de los años no vividos.
Sin embargo, lo fascinante no es la maestría del pintor, ni la belleza de la mujer que remonta el tiempo, sino el halo alucinante que lo hizo creer que el rostro pertenece a una mujer viva y cercana. Entonces notó que el tiempo amontonado en las fisuras y colores –del rostro y del marco- eran contradictorios, porque, por un lado, revelaban que el retrato tenía cien años de haber sido pintado, y, por otro, la pasión sentida, al verlo, le metió la idea de que la mujer era alguien que conocía en persona. Tal contradicción le destrozó la poca cordura que conservaba y, en ese punto, la muerte fue algo secundario y familiar.
Entre la vigilia y la modorra inyectada, gota a gota, por el veneno del camaleón (un asqueroso Asylum Corrupti Chamaeleontis) decodificó el embrujo del retrato, y se dejó caer sobre la cama a esperar la tercera fase de la muerte: la inhibición del cerebro basal, con lo cual se detienen la respiración y el corazón… y dejamos de ser lo que éramos, para ser sólo materia, sólo un retrato, sólo un recuerdo. El embrujo radicaba en la incertidumbre temporal y biológica, pues la familiaridad que veía en el retrato, sólo podía significar una cosa: que él estaba muerto. Con miedo resignado, alejó las lenguas de fuego que lo pusieron en trance, y buscó en su mente una explicación que congeniara con lo escrito en la parte baja del retrato. En ese momento, era imperativo hallar una explicación racional de su locura, que eso son las paradojas del tiempo-espacio: la combinación de lo irracional con lo racional, para formar una realidad alterna y válida.
Descifrando el misterio, concluyó que la mujer del retrato estaba viva, y que era su esposa. ¿Quién más podía ser? Esa revelación lo puso a temblar sin control. Ella, tanto en el retrato como en la vida real, era un atavío de flores rojas y sonrisas blancas, juguetona como una gatita, solidaria como la luna de mayo. En ese momento perturbador, la imaginó posando para él, mansamente, en el cuarto minimalista en el que, por las grietas del tejado, se filtraban unas líneas de luz sobre el lienzo que se sometía a la belleza del rostro.
En el borde del halo surrealista provocado por la mordida del camaleón -fue sólo un beso, Jelipe- dedujo que él era el pintor –lo cual lo ponía en la situación de estar muerto desde hacía cien años- y que era un artista apasionado que se dejaba llevar por el ensueño del sueño, de tal forma que no quería ver más que esa luz que entraba, ligera y tibia, por el tejado, dándole más fuerza a la belleza de su esposa –porque ella era la del retrato, ¡era ella! ya no tenía ninguna duda- que se difuminaba a la vista de todos. Y a pesar de lo duro que es posar, ella seguía con los gestos frescos y la sonrisa dulce, sin emitir ni un quejido, porque lo veía trabajar los colores y curvas con un amor inenarrable que la excitaba, tiernamente, forcejeando noche y día con el pincel para pintar a quien tanto amaba y lo amaba.
Se quedó contemplando el retrato, sin parpadear, hasta que el parecido del retrato con su esposa fue total y asombroso. ¡No se parecía a ella, era ella! A un paso de la muerte, si acaso estaba vivo, concluyó que, de nuevo, ella estaba junto a él para protegerlo del veneno y del miedo a morir. A medida que la vida se acercaba a su conclusión, otra vez, el cuarto se iba haciendo denso y la muerte menos temible. Y fue entonces que los colores esparcidos en la tela se hicieron cada vez más pálidos, y los de su esposa, más intensos y tangibles. ¿O fue al revés?
Por un instante, que no supo medir en minutos, o en años, el cuarto se puso frío. Meses después de que sufrió el beso del camaleón, ya cuando no quedaba nada por hacer -salvo una pequeña misa de acción de gracias, o dar un último retoque al retrato para que, si alguien lo encontraba, lo viera absolutamente perfecto- todo quedó claro para él; la confusión en su mente se resolvió para siempre. Con sus mejores ropas de domingo regresó a la finca abandonada -después de visitar “la cueva de Chepe Loco”-, puso la pincelada final al retrato, escribió su nombre en la parte baja, y se quedó mirando la obra terminada. ¡Vaya que es hermosa como la luz! Pensó, en voz alta. Cuando estaba mirándola, se puso pálido y empezó a temblar de frío, como cuando lo besó el camaleón aquella noche, lamentable condición física que atribuyó a la resucitación de los recuerdos. Fue entonces que, al reflejo, volvió la mirada hacia la cama, y vio su cuerpo momificado y, junto a él, a una mujer hermosa, dormida y tan joven como hacía cien años, idéntica a la del retrato que lucía recién pintado. Nunca salió de ese cuarto aquella noche del beso del camaleón, tuvo que regresar, cien años después, para saberlo.