Por Nelson López Rojas.
Dicen que Trump La pregunta que debemos hacernos no es por qué perdieron Kamala Harris o Hillary Clinton, ni si Estados Unidos es un país machista. La verdadera interrogante es por qué ganó Trump. Y no, no se trata simplemente del descontento con Biden o del voto de castigo como diríamos en El Salvador. Trump representa algo más profundo: una sociedad que, aunque lo critique, secretamente disfruta de los resultados de sus acciones. Como decía George Carlin, “if you have selfish, ignorant citizens, you’re going to have selfish, ignorant leaders”, o sea si los ciudadanos son ignorantes, tendremos líderes egoístas e ignorantes.
Estados Unidos no solo padece de desinformación, como señala Byung-Chul Han, sino de un sistema educativo fallido que no enseña a sus ciudadanos a pensar críticamente. En “Todo va a estar bien”, sugiero que es necesario un test del espejo para entender la complicidad social en la creación de líderes autoritarios.
La complacencia estadounidense ha permitido que el país se acerque cada vez más a un régimen fascista. Trump es visto como una figura que rompe con lo “políticamente correcto”, lo que refuerza su atractivo entre quienes sienten que el sistema tradicional los ha dejado atrás. Sus seguidores no solo lo apoyan, sino que han aprendido a justificarlo hasta en lo más absurdo: podría cometer actos atroces en público y aún encontrarían la manera de defenderlo o negarlo y el mismo Trump lo dijo: “I could stand in the middle of Fifth Avenue and shoot somebody, and I wouldn’t lose any voters, OK?”.
El revisionismo histórico y la manipulación de la realidad han generado una desconexión inquietante entre los hechos y la percepción de los ciudadanos. Un claro ejemplo de esto fue el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. Aunque las imágenes de violencia y caos dieron la vuelta al mundo, muchos seguidores de Trump insistieron en que se trató de una protesta legítima o que la violencia fue provocada por “agentes externos”.
En El Salvador, un fenómeno similar ocurre con Nayib Bukele. Desde su ascenso al poder, ha implementado medidas que, aunque controversiales, han sido aceptadas por una mayoría que percibe sus acciones como necesarias. Como él mismo advirtió, la “medicina sería amarga”, y sus seguidores han adoptado esa narrativa sin cuestionamientos. Sin embargo, ¿qué estamos realmente aceptando? ¿Es una solución duradera o simplemente la creación de otro régimen basado en el populismo y la represión? La militarización de las calles y las detenciones masivas bajo el régimen de excepción han generado denuncias de violaciones a los derechos humanos, pero el apoyo popular sigue siendo alto. Muchos ven la disminución de la violencia como una justificación suficiente, sin considerar las implicaciones a largo plazo en el sistema de justicia y la democracia del país.
La infocracia, el gobierno basado en la manipulación de la información es el arma más poderosa de estos líderes. Como dijo Isaac Asimov, “cuando la estupidez es considerada patriotismo, es peligroso ser inteligente”. En El Salvador, las noticias ya no provienen de los periodistas, sino de influencers en TikTok y redes sociales. Se ha normalizado la idea de que el gobierno siempre tiene la razón y que cualquier crítica es un ataque a la nación. La complacencia no es solo un problema estadounidense; en El Salvador, la narrativa de “el dinero alcanza cuando nadie roba” se ha convertido en una excusa para ignorar las fallas del sistema. Por ejemplo, mientras se construyen megaproyectos como el aeropuerto del Pacífico y la ampliación de la carretera a Los Chorros, en municipios como Ciudad Delgado y Soyapango las calles permanecen en pésimas condiciones. Cuando comienza la época lluviosa, los constantes derrumbes en San Marcos y Los Planes ponen en riesgo a cientos de familias, pero el discurso oficial apenas los menciona.
Hay multitud de construcciones complejos habitacionales inaccesibles que solo benefician a unos pocos. ¿Puede alguien con salario mínimo acceder a estos nuevos desarrollos? La respuesta es no. La desigualdad sigue siendo un problema latente, pero minimizamos su impacto. Nos autoengañamos y hasta hemos creado una ilusión de progreso que oculta las deficiencias estructurales en salud, educación y empleo que hemos venido arrastrando por décadas. El problema de fondo es la desconexión entre la percepción pública y la realidad.
La desinformación, la complacencia social y la erosión de sentido común han permitido el auge de estos líderes. La única salida es entender que necesitamos una educación real, no con fines de adoctrinamiento, sino para abrir las puertas del pensamiento crítico. La historia nos ha mostrado que la ignorancia, cuando se combina con la malicia, es una receta para el desastre. Si no tomamos medidas ahora, la distopía que tememos dejará de ser un miedo para convertirse en nuestra realidad y seguir el ciclo como ovejas al matadero.