A pesar de haber muerto demasiado joven, Luis Borja nos ha dejado uno de los grandes poemarios de la posguerra: El disparo. Aunque ya era una promesa literaria cumplida, Luis estaba por darnos todavía más. La muerte nos priva de su presencia y también nos priva de lo que estaba por darnos como editor, catedrático y poeta. Es una pérdida en todos los sentidos. Se lamenta el fallecimiento del amigo, del hijo, del padre. Nos solidarizamos con ese sentir.
Como poeta, Luis, en su mejor libro, fue como un antropólogo asombrado que penetra en el universo de una tribu urbana feroz. Luis descubrió que las fabulaciones de la violencia en nuestras calles tenían condición de mito y eran materiales que podían elevarse a la condición de canto y elegía.
El marero en sus poemas es una figura letal, trágica, de nuestro viaje colectivo. Es tumor, seña, puñal, tristeza. Recitarlo es recitar una herida profunda en la historia de nuestras ciudades. En el fondo a quien le canta Luis es a la urbe ácida que somos. Entre la ternura y la crueldad deambulan sus versos asombrados.
Su libro, El disparo, es un álbum de quemaduras. Y sus poemas no son fotografías, son llamas con una canción adentro.
No queda más que darle las gracias a Luis Borja por todo los que nos dio.
A Luis
Fuiste niño en la ciudad de la pólvora.
Hubo ante vos varios caminos.
Uno de ellos te eligió para que hicieses
el largo viaje hasta la lengua.
Ser vecinito del abismo
fue tu primera condición,
en dicha raíz abriste los ojos
y al crecer aceptaste
imitar la pulsaciones
de la sangre que habita
en los barrios de la muerte.
Era como tocar un tambor,
era como bautizar un agujero
por el cual la vida tibia escapa.
De todo ese teatro
hiciste un canto
recitando por primera vez
la metáfora tatuada
en la frente del verdugo.
Emisarios de la nada,
reyes de pequeños reinos
hechos con furia,
niños siniestros
cuyo único dios
era el puñal del sacrificio,
terminaban siempre
apuñalados por la nada.
Eso decía tu canción,
muchacho que elegiste
llevar tu palabra a las presencias.
Te aproximaste al mismo rio
al que otros bajaron antes
y mojaste tus dedos en el agua rojiza
y los acercaste a la boca.
Te sumergiste con tu voz
en el tiempo para cantar
el oscuro baile de Caín
bajo este sol tan generoso.
Vos que fotografiabas la muerte
con las lentes más extrañas,
no esperabas que ella se acercase
a tu cuerpo con otra cara.
Podría decirse que ahora
esa reina tantas veces
citada por tu lengua
es la señora de tu carne
y si vos de pronto te levantases
y abrieses los ojos, dirías que sí.
Tu poesía, sin embargo,
esa plaza en el aire
que nos has dejado,
ya sin tus manos ni tus pies
ya sin tu boca,
continúa murmurando
en el viento que siempre sobrevive.