Elecciones… sin reforma

Parece que ya es definitivo, el tiempo se esfuma y la voluntad sigue ausente: vamos a elecciones sin reforma electoral, es decir con las viejas reglas, los viejos procedimientos y, a lo mejor, las viejas trampas y zancadillas. En un escenario semejante, el partido de gobierno tiene muchas ventajas, casi todas las ventajas. La oposición, en cambio, ya sea a nivel de partido individual o a nivel de coalición de fuerzas polí­ticas, tiene muchos obstáculos por delante y suficientes desventajas. Las ventajas del gobierno son las desventajas de la oposición.

En septiembre del año 2013, a punto ya de celebrar las elecciones generales que dieron el triunfo al actual gobernante, todos los partidos polí­ticos firmaron un documento de compromiso con la delegación de observadores de la Unión Europea para realizar, inmediatamente después del proceso electoral, las reformas necesarias que dieran al sistema mayor transparencia y credibilidad pública. Se trataba de modernizar y democratizar el sistema polí­tico electoral del paí­s. Han pasado cuatro años desde entonces y las reformas no se han llevado a cabo; los polí­ticos firmantes incumplieron su palabra y engañaron a la comunidad cooperante internacional. Mintieron ayer, con el mismo cinismo que siguen mintiendo hoy.

La burla de los compromisos y la ausencia de ética en las cúpulas polí­ticas que controlan el Congreso Nacional, una vez combinadas, fueron factores suficientes para impedir la reforma y conservar el mismo y ya desgastado y desprestigiado sistema electoral del paí­s. Esas cúpulas polí­ticas, enemigas de la modernidad y de la democracia, son y serán las responsables de lo que suceda a finales del próximo mes de noviembre. Su obstinación conservadora y su adhesión férrea al pasado y al fraude, son,  entre otras, algunas de las razones inmediatas que impiden procesos electorales creí­bles y aceptables.

La reforma electoral no se limita a un simple reparto de posiciones burocráticas en los organismos encargados de gestionar el proceso electoral, concretamente el Tribunal Supremo Electoral y el Registro Nacional de las Personas. No, esa reforma va y debe ir más allá, por supuesto. Debe apuntar a la democratización de todo el proceso para hacerlo más accesible y participativo, más transparente y legí­timo. Entre más democrático y equitativo sea el proceso electoral, mayores y más permanentes serán  sus niveles de credibilidad y aceptación pública. Y, en consecuencia, más sólidos y consistentes serán los pilares sobre los cuales se debe consolidar la democracia en Honduras.

Pero, para hacer la reforma, se necesita básicamente una firme voluntad reformista. Se necesitan lí­deres polí­ticos convencidos de la necesidad de la reforma. Se requiere una nueva mentalidad, una visión de estadistas y vocación transformadora, deseos de modernidad y convicción democrática que, por lo visto, la mayorí­a de los actuales dirigentes polí­ticos no tienen. Confunden su militancia polí­tica con la sabidurí­a polí­tica. Apelan a sus años de militancia como si fueran la mejor garantí­a de una supuesta convicción democrática y conocimiento profundo. No hay tales: la cultura polí­tica democrática no es algo que se adquiere así­ nomás, organizando fraudes y  articulando trampas electorales, manipulando resultados y distorsionando la voluntad de los votantes. Esas son prácticas antidemocráticas y, por lo tanto, jamás podrán ser fuente de valores y principios democráticos. Menos para que sirvan como escuela de sabidurí­a y cultura polí­tica moderna.

La reforma del sistema electoral actual es una necesidad del propio sistema polí­tico predominante en Honduras, que, paradójicamente, la necesita para poder seguir siendo útil y funcional. Reformar algo para que el sistema no sucumba ni colapse. Pero los dirigentes polí­ticos conservadores, sean del partido que sean, no parecen darse cuenta de esta simple verdad de Perogrullo. No acaban de entender que la reforma puede servir para prolongar un poco más sus gastados liderazgos, como tampoco entienden que sin reforma crean las condiciones para que los resultados electorales de noviembre carezcan de la credibilidad necesaria para ser aceptados tranquilamente por una población sumida en la duda y la desconfianza.

La reforma habrí­a servido para bajar el nivel de crispación y debilitar la duda colectiva. Sin reforma, el escenario es otro: crece la desconfianza, aumentan las sospechas de fraude, se reafirma la voluntad triunfalista de los principales candidatos y, sobre todo, se genera un ambiente propicio para la confrontación y la crisis. Un escenario nada estimulante y cargado de amenazas y riesgos. Los polí­ticos conservadores y mentirosos, los que incumplieron el compromiso de septiembre de 2013, son y serán los responsables si lo que hoy es apenas un conflicto legislativo, se convierte mañana en una crisis polí­tica nacional. Estamos advertidos.