NUEVA YORK – «Estamos en guerra», declara el presidente francés Emmanuel Macron. El presidente de EE. UU., Donald Trump, promete «el fin de nuestra histórica batalla contra el enemigo invisible». Debemos prepararnos para un «momento a lo Pearl Harbor» advierte el cirujano general de EE. UU., Jerome Adams.
No son los únicos. Muchos líderes políticos esperan que el ruido de la retórica de la guerra acalle la discusión pública de su falta de preparación para la pandemia de la COVID-19. Pero, como sabemos por las guerras verdaderas, la propaganda tiende a aumentar el número de muertes.
En el Reino Unido, el primer ministro Boris Johnson —quien, remedando a Trump, inicialmente restó importancia a la amenaza y terminó teniendo que luchar personalmente contra la COVID-19 en una unidad de terapia intensiva— ha intentado (una vez más) fomentar las comparaciones con Winston Churchill. Incluso la, más reservada, líder alemana: la canciller Angela Merkel, calificó a la pandemia como el mayor desafío que su país ha enfrentado desde la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, en Rusia, los hospitales fueron preparados como para una «guerra mundial» y el presidente Vladímir Putin es llamado «comandante supremo». En China, el presidente Xi Jinping ha declarado la victoria frente al virus, mientras los medios estatales lo encomiaron por comandar la «guerra del pueblo» contra la COVID-19.
No solo los líderes alimentaron esta narrativa. Desde cada podio y noticiero resuenan metáforas similares. Los profesionales de la salud son guerreros y héroes en la «línea de batalla» contra un «enemigo invisible». A otros trabajadores esenciales, como los empleados de tiendas de alimentos y mensajeros de servicios de correo se los saluda como héroes, aunque «olvidados» hasta ahora.
Pero llamar héroes a los trabajadores los posiciona para que se conviertan en mártires y, de hecho, a muchos profesionales de la salud les pidieron que «entraran a la batalla» sin el equipo de protección más básico, como trajes y máscaras de protección.
En todo el mundo se ven riesgos similares. Es cierto, las metáforas de guerra pueden transmitir la gravedad de la situación y, como parecen esperar los líderes como Macron y Merkel, dar un impulso a la cooperación internacional, pero también pueden desplazar la atención del objetivo de salvar vidas al de superar a los rivales.
Trump es un claro ejemplo. Al autoproclamarse como «presidente para tiempos de guerra» eludió la responsabilidad por su tardía e inepta respuesta, discutió con China y suspendió los fondos estadounidenses asignados a la Organización Mundial de la Salud después de acusarla de «promover la desinformación china sobre el virus». Mientras se prepara para encarar a los votantes estadounidenses en noviembre, la competencia con China —no la lucha contra la COVID-19— se ha convertido en el tema principal de su campaña de reelección.
Mientras tanto, al declarar la victoria en casa y donar provisiones a los países que aún están «en guerra», Xi intenta bruñir la reputación china y aumentar su poder de atracción, aun cuando fue la inepta respuesta inicial de las autoridades chinas al brote la que permitió que el virus se difundiera por el mundo. De manera similar, cuando la situación en Rusia parecía menos funesta que en Europa Oriental y Estados Unidos, Putin alardeó al respecto y despachó nueve aviones militares con equipamiento médico a Italia y uno a EE. UU.
Putin también aplaudió las «acciones coherentes y eficaces» de China para gestionar la pandemia. Para él, el combate contra la COVID-19 es otra manifestación de la competencia ideológica entre la autoritaria China y el democrático Occidente.
Una victoria china favorece a Putin, en especial porque, justo antes de la pandemia, el parlamento ruso —repentina, aunque no inesperadamente— aprobó legislación que le permitiría eludir los límites constitucionales y continuar en el poder hasta 2036 en vez de hasta 2024. Predeciblemente, el tribunal supremo ruso dio su asentimiento a los cambios propuestos, pero con el brote ya embravecido, el referendo del 22 de abril fue pospuesto. De hecho, por primera vez desde 1941 —cuando las tropas nazis llegaron cerca de Moscú— los espacios públicos están cerrados y el movimiento de la gente, controlado.
La crisis podría dar a Putin una excusa para directamente cancelar el referendo y dar por aprobados los cambios constitucionales. Pero, para evitar una fuerte reacción adversa, ahora debe demostrar su temple como líder. Las imágenes de la guerra serán parte central de ese esfuerzo.
Las memorias de la Segunda Guerra Mundial son especialmente poderosas para los rusos. La liberación por el Ejército Rojo de la mayor parte de Europa es una continua fuente de orgullo nacional y la pérdida de 20 millones de rusos en la «Gran Guerra Patriótica» —más que en cualquier otro país— torna sagrada esa victoria. Cada mes de mayo, desde 1945, se lleva a cabo un gigantesco desfile militar en la Plaza Roja para conmemorarla.
Este año, la Plaza Roja estará vacía. En vez de ostentar las armas y tanques que estuvo acumulando, Putin intentará distraer la atención del público para alejarla de los insuficientes hospitales y laboratorios rusos. El inconveniente es que, en el 75.° aniversario de la victoria soviética sobre el nazismo, la Rusia de Putin puede estar perdiendo la guerra frente a un virus.
En Rusia hay actualmente unos 87 000 casos confirmados de COVID-19 y menos de mil muertes. Eso es mucho menos que en Francia, Alemania, el RU o EE. UU., pero la cantidad crece rápidamente y es posible que refleje informes significativamente por debajo de la realidad de las infecciones. Con frecuencia el Kremlin oculta la verdad para guardar las apariencias. La catástrofe nuclear de Chernóbil en 1986 —sobre la cual las autoridades soviéticas ocultaron información durante semanas— es tan solo un trágico ejemplo.
De hecho, es muy probable que Chernóbil —que marcó el principio del fin para la Unión Soviética— esté actualmente en la mente de Putin, especialmente porque al principio restó importancia a la pandemia y delegó la responsabilidad en las autoridades regionales. Ahora, durante sus frecuentes apariciones para hablar sobre crisis, se esfuerza por parecer informado y a cargo.
Los funcionarios rusos recomiendan una cooperación al «estilo de la Segunda Guerra Mundial» para la pandemia. El 25 de abril, Putin y Trump firmaron una declaración conjunta en el 75.° aniversario del encuentro de las tropas soviéticas y estadounidenses junto al río Elba, que implicó la inevitable derrota del régimen nazi. Hoy, sin embargo, el verdadero objetivo de Putin no es solo derrotar al «enemigo». El Kremlin quiere presentar a Rusia como la salvadora del mundo, que proporcione ayuda, pruebas de detección eficaces y, lo más importante, una vacuna.
Putin está extremadamente interesado en proyectar esa imagen. El desarrollo de la vacuna, dice, avanza a «toda velocidad». Si Rusia logra el éxito, indica la lógica, el referendo sobre su liderazgo no será necesario, y su reputación internacional quedará garantizada. Pero, hasta ahora, la brecha entre la confianza de Putin sobre la ventaja que Rusia lleva en el combate ante Occidente en la «guerra contra el coronavirus» y la creciente cantidad de casos y muertes por la COVID-19 solo resalta cuán alejado está del ciudadano común ruso. Uno de los memes favoritos en internet es una foto del presidente con una corona y el subtítulo «coronavirus».
El virus de la COVID-19 es una amenaza a gran escala que requiere una acción extraordinaria. Pero no es la Alemania nazi y «ganarle» a otro país no es lo mismo que manejar el brote. No debemos fiarnos de los líderes que sugieren lo contrario.
Traducción al español por www.Ant-Translation.com
Nina L. Khrushcheva es profesora de asuntos internacionales en The New School. Su último libro (con Jeffrey Tayler) es In Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia’s Eleven Time Zones [Tras las huellas de Putin: en busca del alma del imperio a través de los once husos horarios de Rusia].
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