Desde su lógica numérica, la democracia es un sistema que no prevé los vicios de una sociedad polarizada y con baches en su sistema de valores. ¿Qué sucede con las minorías que, al no contar con peso estadístico, quedan relegadas a ser voces disidentes, aplastadas por las mayorías prejuiciosas y desinformadas?
El debate sobre lo que los gobernantes deben hacer (si cumplir la voluntad popular o lo que razonablemente podría considerarse “lo correcto”, y que muchas veces no coincide una con otra) podría zanjarse con una tercera ideología que va más allá de las izquierdas y derechas de la Guerra Fría: la historicidad política desde las víctimas.
Monseñor Romero lo llamó la “opción preferencial por los pobres” e Ignacio Ellacuría lo elevó de teología al grado de filosofía y teoría política, como una respuesta a lo que él llamó “la civilización del capital”. Se trata de “creer y tener ánimos para intentar con todos los pobres y oprimidos del mundo revertir la historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección”.
En ese sentido, los pobres, como víctimas de un sistema injusto y en cuyo nombre podríamos incluir al resto de sectores históricamente reprimidos, construyen y participan en el desarrollo de cambios que permitan la dignificación de las víctimas a partir del principio de justicia.
La visión de la realidad desde la perspectiva de quien sufre es, quizá, la más ética de todas las ideologías posibles, pues en principio se basa en generar políticas que reparen los daños provocados por siglos de desigualdad y abandono Estatal, y además prevenir que estos se repitan.
Como sistema, la democracia se enriquece de la diversidad de voces. Sin embargo, tampoco debe perderse de vista que hay voces con más peso que otras por el valor monetario, influencia política o conveniencia que representan.
El gobierno ideal, el “gobierno para todos”, no existe y debemos desidealizar a la democracia como la madre del consenso, porque no lo es.
No obstante, solo el punto de vista de quienes sufren puede ofrecer una imagen real de los vicios que la sociedad debe corregir. Y es ahí donde los gobernantes y los tomadores de decisiones pueden usar el sistema para generar cambios.
Las leyes, políticas y decisiones estatales deberían, por principio constitucional, estar orientadas a dignificar a los sectores más precarios, a las víctimas.
Cualquier ley que busque proteger a criminales, corruptos, ineptos y violadores de cualquier tipo, es en principio una ley inconstitucional y por tanto debe ser desconocida, aunque cuente con el apoyo de una mayoría.
El problema de la democracia radica en su aplicación, en su ejercicio como herramienta de poderes que, desde mucho antes de la adopción de este sistema, ya gobernaban, ya oprimían y ya construían sobre las espaldas de las víctimas sus emporios de desigualdad.
El problema de la democracia es que las mayorías no siempre tienen la razón. La solución es la población víctima que no se siente representada por el Estado.