Por Joseph E. Stiglitz
NUEVA YORK – Si bien el COVID-19 ha resultado duro para todos, no ha sido una enfermedad de “igualdad de oportunidades”. El virus plantea una mayor amenaza para quienes ya tienen mala salud, y que en su mayoría están concentrados en países pobres con sistemas de salud pública débiles. Asimismo, no todos los países pueden gastar un cuarto de su PIB para proteger su economía, como hizo Estados Unidos. Las economías en desarrollo y emergentes han enfrentado restricciones financieras y fiscales difíciles. Y debido al nacionalismo de vacunas (acumulación por parte de los países ricos), han tenido que mendigar cualquier dosis que pudieran conseguir.
Cuando los países sufren un dolor tan agudo, se tiende a culpar a los funcionarios más de lo que merecen. Muchas veces, el resultado es una política más conflictiva que complica aún más la resolución de los problemas reales. Pero inclusive con las estadísticas en su contra, algunos países han logrado tener recuperaciones fuertes.
Consideremos el caso de Argentina, que ya atravesaba una recesión cuando azotó la pandemia, debido en gran medida a la mala gestión económica del presidente Mauricio Macri. Todos habían visto esta película antes. Un gobierno de derecha amigo de los empresarios se había ganado la confianza de los mercados financieros internacionales, que invertían debidamente. Pero las políticas de la administración resultaban ser más ideológicas que pragmáticas, favoreciendo a los ricos y no a los ciudadanos comunes.
Cuando esas políticas inevitablemente fracasaban, los argentinos elegían un gobierno de centroizquierda que prometía invertir gran parte de su energía en limpiar el entuerto, en lugar de perseguir su propia agenda. La desilusión resultante luego preparaba el escenario para la elección de otro gobierno de derecha. Lamentablemente, este patrón se repitió una y otra vez.
Pero existen diferencias importantes en el ciclo actual. El gobierno de Marci, elegido en 2015, heredó una deuda externa relativamente pequeña, debido a la reestructuración que ya había tenido lugar. Los mercados financieros internacionales entonces estaban aún más entusiasmados de lo normal, y le prestaron al gobierno decenas de miles de millones de dólares a pesar de la ausencia de un programa económico creíble.
Luego, cuando las cosas se pusieron mal –como muchos observadores habían anticipado-, el Fondo Monetario Internacional intervino con su paquete de rescate más grande de la historia: un programa de 57.000 millones de dólares, de los cuales 44.000 millones de dólares rápidamente fueron gastados en lo que muchos vieron como un claro intento por parte del FMI, bajo presión de la administración del presidente de Estados Unidos Donald Trump, de respaldar a un gobierno de derecha.
Lo que vino después es un caso típico de esos préstamos políticos (como detallé en mi libro de 2002, Globalization and Its Discontents). A los financistas domésticos y extranjeros se les dio tiempo para sacar su dinero del país y los contribuyentes argentinos terminaron pagando el muerto. Una vez más, el país quedó muy endeudado sin nada que ofrecer. Y, una vez más, el “programa” del FMI fracasó, hundiendo a la economía en una crisis profunda, y se eligió un nuevo gobierno.
Afortunadamente, el FMI ahora reconoce que su programa no logró sus objetivos económicos manifiestos. La “Evaluación Ex-Post” del Fondo le adjudica una parte importante de la culpa al gobierno de Macri, cuyos “comentarios sobre ciertas políticas pueden haber descartado medidas potencialmente críticas para el programa. Entre esas medidas estaba una operación de deuda y el uso medidas de gestión del flujo de capital”.
Los apologistas habituales del FMI atribuirán el fracaso del programa a una falta de comunicación o a una implementación burda. Pero una mejor comunicación no soluciona un mal diseño de programa. El mercado lo entendió así, aún si el Departamento del Tesoro de Estados Unidos y algunos en el FMI no lo vieran así.
Frente al desorden que el gobierno del presidente argentino Alberto Fernández heredó a fines de 2019, parece haber alcanzado un milagro económico. Desde el tercer trimestre de 2020 hasta el tercer trimestre de 2021, el crecimiento del PIB alcanzó el 11,9%, y hoy se calcula que ha sido del 10% para 2021 –casi el doble del pronóstico para Estados Unidos-, mientras que el empleo y la inversión se han recuperado a niveles por encima de los que existían cuando Fernández asumió la presidencia. Las finanzas públicas del país también han mejorado, aún con una política de recuperación contracíclica, debido al fuerte crecimiento económico, las tasas de impuestos más altas y más progresivas sobre la riqueza y las ganancias corporativas y la restructuración de la deuda de 2020.
También ha habido un crecimiento significativo de las exportaciones –no sólo en términos de valor sino también de volumen- luego de la implementación de políticas de desarrollo destinadas a fomentar el crecimiento en el sector comercial. Estas políticas incluyen reformas de las políticas de crédito; una reducción de los impuestos a las exportaciones a cero en sectores de valor agregado, sumado a tasas más altas para las materias primas primarias; e inversiones en infraestructura pública e investigación y desarrollo (los tipos de políticas que Bruce Greenwald y yo defendemos en nuestro libro Creating a Learning Society).
A pesar de este progreso importante en la economía real, los medios financieros han decidido centrarse plenamente en cuestiones como el riesgo país y la brecha del tipo de cambio. Pero esos problemas no sorprenden. Los mercados financieros están mirando la montaña de deuda proporcionada por el FMI con vencimiento venidero. Dado el enorme volumen del préstamo que tiene que ser refinanciado, un acuerdo que simplemente extienda el vencimiento de la amortización de 4,5 años a 10 años no es suficiente para aliviar los temores de deuda de Argentina.
Asimismo, Argentina todavía experimenta los efectos del capital de cartera especulativa que ingresó durante la presidencia de Macri. Gran parte de este capital fue atrapado pos los controles de capital de ese gobierno, resultando en una presión constante sobre el tipo de cambio paralelo.
Limpiar el entuerto financiero del gobierno anterior llevará años. El próximo gran desafío es alcanzar un acuerdo con el FMI por la deuda de la era Macri. El gobierno de Fernández ha señalado que está abierto a cualquier programa que no mine la recuperación económica y aumente la pobreza. Si bien todos deberían saber a esta altura que la austeridad es contraproducente, algunos estados miembro influyentes del FMI todavía pueden exigirla.
La ironía es que los mismos países que siempre insisten en la necesidad de “confianza” podrían minar la confianza en la recuperación de Argentina. ¿Estarán dispuestos a acompañar un programa que no conlleva austeridad? En un mundo que todavía lucha contra el COVID-19, ningún gobierno democrático puede o debería aceptar esas condiciones.
En los últimos años, el FMI ha vuelto a ganarse el respeto con sus respuestas efectivas a las crisis globales, desde la pandemia y el cambio climático hasta la desigualdad y la deuda. Si fuera a revertir el curso con exigencias de austeridad a la vieja usanza para Argentina, las consecuencias para el propio Fondo serían graves, incluyendo una menor voluntad por parte de otros países de involucrarse. Eso, a su vez, podría amenazar la estabilidad financiera y política global. Al fin de cuentas, todos saldrían perdiendo.
Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, es profesor universitario en la Universidad de Columbia y miembro de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional.
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