viernes, 12 abril 2024

El gran salto del esclavismo al capitalismo moderno

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Proyecto 1619, una serie aparecida en la revista dominical del New York Times afirma que no se puede entender el moderno capitalismo estadounidense sin remontarse antes a la historia de las plantaciones de algodón del siglo XIX y al papel que jugó el esclavismo en ese país

Recientemente, la revista dominical del diario The New York Times incluyó en sus páginas una serie investigativa, Proyecto 1619, dedicada a observar el 400 aniversario del nacimiento del esclavismo en Estados Unidos, así como a explorar la parte que jugó la labor esclavista en la acumulación de riqueza de esa nación a lo largo del siglo XIX.

La base de esa economía fueron las plantaciones de algodón en el sur de los Estados Unidos. Ahí se adoptaron formas de producción, financiamiento y administración que sentaron algunos fundamentos del capitalismo estadounidense.

Esta historia de acumulación originaria inicia en 1619, nos cuenta Nikole Hannah-Jones en una pesquisa sobre sus ancestros. Ese año atraca en las costas de Virginia, colonia inglesa, un barco que traslada esclavos africanos. Entre 20 y 30, hombres y mujeres. Venían de Angola; habían sido capturados en calidad de botín tras un asalto pirata a una nave portuguesa cuyos tripulantes se dedicaban a la trata de esclavos.

Ni que decir que los colonos blancos de Virginia se apresuraron a adquirir esta carga humana, dando inicio así a uno de los capítulos más vergonzosos –y lucrativos– de la nación americana.

Antes de que ese país cerrara definitivamente su ciclo esclavista en 1865, importó casi medio millón de esclavos (de un total de 12.5 millones que ingresaron a la fuerza al Nuevo Mundo). Hace apenas unos años, por cierto, se colocó una placa en Wall Street indicando el sitio preciso donde operaba un mercado de esclavos en el siglo XIX. Los frutos de la producción esclavista enriquecieron a bancos, a navieras que trasladaban el algodón a Europa, y a las grandes factorías en Inglaterra que transformaban el algodón en preciados tejidos que eran vendidos en los vastos dominios coloniales y comerciales del imperio británico.

En esos días se echaron los cimientos «del sistema de enriquecimiento capitalista más exitoso del mundo», caracterizado por flujos de capital, mano de obra y mercancías a una escala global, dice el historiador Howard Zinn en La otra historia de los Estados Unidos (A People’s History of the United States), una visión desde la izquierda.

Las plantaciones del sur de los Estados Unidos devinieron en eficientes sistemas de explotación, en cuyo centro se ubicaban las oficinas centrales, desde las cuales los propietarios y sus  abogados planeban las estrategias y movimientos de capital, y en cuyo derredor operaban unidades especializadas, contadores, supervisores, capataces.

El primer ‘big business’

Si bien las explotaciones de tabaco y arroz también se lucraron del sistema esclavista, recayó en el algodón el privilegio de convertirse en «el primer supernegocio —big-business— estadounidense», apunta Mathew Desmond (Para entender la brutalidad del capitalismo estadounidense hay que remitirse a las plantaciones,su contribución al Proyecto 1619)Desmond es catedrático de Sociología de la Universidad de Princeton y colaborador del New York Times.

Gracias al régimen esclavista, dice, la acumulación de riqueza alrededor de la producción y comercio de algodón llegó a superar la de todos los ferrocarriles y las fábricas existentes en la nación americana. No en balde New Orleans, capital de ese vasto imperio algodonero, presumía que el poderío de su banca superaba a la de Nueva York.

Españoles y franceses no se quedaron atrás. A la vez brutal y refinada, la gestión de las explotaciones de azúcar en en el Caribe adquirió contornos similares. Pero esa es otra historia.

El conocimiento de las fibras de algodón se remonta a casi cinco mil años atrás. El advenimiento de la revolución Industrial, la introducción de la desmotadora y posteriormente el perfeccionamiento de la hiladora mecánica a mediados del siglo XVII, espolearon la demanda de esa materia prima, que devino en principal producto de exportación de la Gran Bretaña.

Al principio, los británicos importaban algodón crudo para sus fábricas mayoritariamente de la India. La fibra estadounidense terminó imponiéndose gracias a la calidad de su fibra, pero, por encima de todo, a una razón contundente: el algodón de Norteamérica, producido por esclavos, resultaba más barato.

 Manual para esclavistas

Desmond alude en su investigación a un recurso muy apreciado en la sociedad esclavista: El Libro de contabilidad  y registro de plantaciones,de Thomas Affleck. Este manual ofrecía al plantador una guía para ayudarle a registrar pormenorizadamente la producción de cada esclavo, esclarecer los balances de fin de año, cuantificar costos de capital, herramientas y mano de obra esclava, y consignar pérdidas y ganancias, así como las causas de estas. Todas las características de una economía de escala dedicada a la optimización de la fuerza laboral forzada.

«Quizá lo más asombroso es que [los dueños de plantaciones]  encontraron maneras de calcular la depreciación humana, y cómo tasar la variación del valor de mercado de los esclavos a lo largo de sus vidas». Aunque se consideraba que el pico de la edad productiva andaba entre los 20 y los 40 años, adicionalmente se hacían ajustes dependiendo del sexo, el vigor y el temperamento de cada individuo.

En los campos de cultivo, los esclavos más veloces son ubicados a la cabeza de la línea con el fin de imponer un ritmo a los demás. Se cita el caso de un esclavista que llegó a crear cuadrillas para mujeres embarazadas, así como una “cuadrilla del sarampión” donde se alineaba a los que contrajeran la enfermedad. En revistas que se publicaban para beneficio de los propietarios de esclavos, estos intercambiaban recomendaciones sobre la dieta, la vestimenta y hasta el tono con que debía hablarse a sus sometidos.

El negocio iba en boga: una industria voraz en Inglaterra —y en el norte industrial— demandaba más producción de materia prima. Esta, a su vez, espoleaba el desarrollo de la revolución Industrial. El látigo hacía su trabajo. Al momento de estallar la conflagración con el norte, en 1861, un esclavo promedio recogía 400 por ciento más algodón en comparación con 1801. «En 1831, los productores sureños colocaban en el mercado 350 millones de libras, la mitad de la cosecha de algodón crudo global de ese año. Apenas cuatro años más tarde, se recogían 500 millones de libras».

Mercancía humana como colateral

El negocio del algodón alcanzó tales dimensiones y grados de complejidad que dio paso a la adopción de contratos de futuros y la creación de innovadores productos financieros, formas de crédito y tipos de seguros. Nuevas figuras se incorporaron al derecho mercantil para mitigar riesgos y lidiar con disputas.

La vertiginosa evolución del negocio llevó a los plantadores a explotar a sus esclavos bajo una inédita modalidad: ya no solo como mano de obra barata y amoldable a jornadas salvajes de producción, sino como garantía o colateral hipotecario para obtener créditos que permitieran seguir creciendo. «En una época en que el valor de la tierra era reducido, la mercancía humana pasó a ser el aval principal para prestar dinero». He ahí a Thomas Jefferson, padre de la patria estadounidense, autor de su Constitución y propietario esclavista de Virginia, echando mano de 150 de sus esclavos en calidad de garantía para financiar la construcción de su mansión, hoy museo, Monticello.

«En la primera década del siglo XIX, las plantaciones podían apalancar [financieramente] a sus esclavos tasándolos a un 8% de interés, de lo cual obtenían un rendimiento triple». En ocasiones, se potenció su utilidad en múltiples hipotecas: el endeudamiento superó a la garantía.  Se cuenta de estados sureños en los que los esclavos inyectaron más capital a la economía –como colateral– que por el valor de lo que cosechaban.

La banca financiera no tardó en explotar el nuevo, prometedor filón. Si el prestamista cae en mora, el banco se adueña del colateral: los esclavos pasan a subasta. Instituciones bancarias de Holanda (de esta nacionalidad era la firma que prestó a Jefferson para que pudiera construir Monticello), Inglaterra y los bancos del norte de Estados Unidos entraron al juego.

Los historiadores citados por Desmond descubren similitudes entre la Gran Recesión inmobiliaria de 2008 y el desplome del valor del algodón en las primeras décadas del siglo XIX. Guardando las proporciones, tenemos la misma euforia, las mismas mañas, los mismos resultados.  En ambos casos entraron en juego desquiciadas operaciones financieras que se hicieron torta. “El capitalismo sin quiebra es como el cristianismo sin infierno”, dice Claudi Pérez en el diario El País en un análisis de la crisis de 2008. En esos días, se dio por titulizar deuda hipotecaria, empaquetarla a lo grande y ofrecerla como suculenta inversión. Al reventar la burbuja, millones de propietarios timados perdieron sus casas. No les quedó otra que devolverlas al banco, e irse a alquilar.

En el caso de la deuda de las plantaciones, la burbuja también se pinchó. En 1834 el valor del algodón se desplomó, generando el pánico de 1837.

«Los dueños de plantaciones debían a los bancos de Nueva Orleans 33 millones de dólares, en una temporada en que las cosechas solo daban rendimientos de 10 millones. Los plantadores no podían liquidar sus bienes para recaudar el dinero. Al desplomarse el valor del algodón, arrastró consigo a los inversionistas. La gente que compró [valores] por dos mil dólares, terminó vendiendo a 60». No había suficientes esclavos para saldar la deuda.

Hoy diríamos que la deuda de los dueños de plantaciones era «tóxica”», remata Desmond en su reveladora investigación.

Tomado de: www.barracudaliteraria.com

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Roger Lindo
Roger Lindo
Escritor y periodista
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