No me refiero a la institución financiera internacional más conocida por las siglas FMI. Escribo sobre el fondo del abismo, ese punto límite en el que se hunden países y personas que rebasan todas las fronteras de la prudencia y el recato. “Tocar fondo” es la expresión que se utiliza para calificar un estado de autoabandono y fracaso existencial. Equivale a hundirse a tal punto en que ya parece no haber línea de retorno. Es el fondo, el final del descenso, la frontera del pozo, el “no va más…”
Con amigos cercanos, en tertulia fraterna, discutimos a menudo sobre lo que le pasa a nuestro país. Siempre surge la pregunta: ¿Ya hemos tocado fondo? ¿Hemos llegado ya al punto de no retorno, al último piso en el incontenible descenso, el círculo final de la crisis? Las respuestas varían, según la gravedad del momento y la desolación de la coyuntura. Y también según el ánimo y los deseos profundos de los interrogados. Pero en una cosa coincidimos: si no hemos tocado el fondo, estamos muy cerca de hacerlo.
El país está convulso, cargado de furia retenida, alimentada en buena parte por la frustración del engaño y el fracaso. Hay una sensación latente de hastío, de cansancio y hartazgo. La gente se siente burlada, irrespetada, engañada. El círculo gobernante se comporta con la altanería y la soberbia típicas de los tiranos. Su verticalidad produce vértigo, su menosprecio por la inteligencia colectiva casi parece suicida. Gobiernan o pretenden hacerlo sin atenerse a las normas más elementales de una sana administración. Desconocen la línea divisoria que separa lo público de lo privado y, en consecuencia, gestionan y reparten los bienes públicos como si fueran el botín ganado en un torneo electoral tan mañoso como fraudulento. No tienen dimensión del recato. Nos han llevado a tocar fondo.
La mentira, para el régimen, se ha convertido en un instrumento de uso cotidiano, trocando los hechos de la realidad en fantasías engañosas y burlas premeditadas. Dibujan un país que no existe, como no sea en la imaginación febril de quienes son víctimas, sin saberlo, del pensamiento ilusorio. Viven en el engaño y la distorsión de la verdad. Se auxilian, con deleznable empeño, de una prensa que sucumbe con vocación de hetaira ante el aroma irresistible del dinero.
No son pocos los que se sorprenden por el carácter masivo de las manifestaciones de protesta que sacuden al país. Otros se indignan por la interrupción del tráfico y la libre circulación de las personas. Y hasta hay quienes se declaran azorados al no poder entender la razón primaria y última de la virulencia callejera. Comprendo sus razones, pero no las comparto.
Las llamas y el humo negro, así como el gas lacrimógeno y las balas de goma (a veces), son la consecuencia lógica de la furia represada, de la ira acumulada luego de tantos años de farsa y engaño, de despojo y robo, de inseguridad y corrupción. Lo que vemos hoy es lo que hemos preparado como sociedad frustrada, es el fruto que cosechamos por la siembra maligna que hacen y han hecho los mal llamados “gobernantes”. En la violencia callejera, tanto la social como la criminal, se dibuja y desdibuja el rostro ofendido de la patria.
En la calle, el ciudadano de a pié da rienda suelta a su impotencia, se desahoga y saca desde lo más profundo de su ser toda la cólera prudentemente guardada, la frustración acumulada. Por eso, aunque las demandas que inspiran las protestas son sectoriales y puntuales, muy pronto se ven contaminadas con el reclamo global, la exigencia colectiva, el grito unánime que exige la salida del gobernante. Ese clamor, convertido ya en una especie de consigna colectiva, himno de furia, recorre el país entero y muestra, en la amplitud de su eco, hasta que punto un mal gobierno es capaz de unir y cohesionar a la inmensa mayoría de un pueblo en su lucha por la libertad.
En estos días hemos visto como se levantó la ola de la protesta popular. Como sucede con las ondas marinas, van y vienen, crecen y decrecen, son violentas o suaves, así sucede a veces con los reclamos de la gente. Pero no nos engañemos: aunque la ola descienda y desaparezca en la inmensidad del mar, muy pronto, más temprano que tarde, volverá con más fuerza y mayor impacto. Siempre volverá.