domingo, 14 abril 2024

El deseo de la mujer en Ariana Harwicz

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En las novelas de Ariana Harwicz las mujeres son dueñas de sus cuerpos, desean, gozan

Ariana Harwicz, joven escritora radicada en Francia, nació en Buenos Aires en 1977, estudió guión cinematográfico en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica y completó sus estudios con una licenciatura en Artes del Espectáculo en la Universidad Paris VIII y un máster en Literatura Comparada en la Sorbona. En 2015 acaba de publicar su segunda novela “La débil mental” (Mardulce, Buenos Aires, 2015, 101 páginas, 13,99 euros) imponiéndose como nueva y prometedora voz, gracias a su energí­a literaria y al manejo de un lenguaje magnético y visceral.

Como una Virginia Woolf de la Argentina rural, como una Pizarnik de los pájaros, rompe con el cristal de la costumbre. Su breve novela de cien páginas donde nos hace testigos de una relación entre madre e hija casi animal, í­ntima, tortuosa, visceral, llena de pequeños traumas y reproches, es de una intensidad escalofriante. Unidas por un cordón umbilical que podrí­a ser reversible: «Yo te parí­, pero vos me podrí­as haber parido igual» (p.94), las dos mujeres heridas parecen una sola, es difí­cil saber quién habla, si la madre o la hija. Todo está narrado en un tono febril, la violencia no está tanto en lo narrado sino en la narración, fuerte, perturbadora, llena de olores, sexo, suciedad.

 La protagonista sin nombre, nos habla en primera persona en un monólogo interior, como liberándose de una vida en la que «te llenas de imágenes que son una porquerí­a para tu salud.» (p.11). Todo es intensidad, un continuum de figuras poderosas, desgarros verbales, diálogos desquiciados. Narrada a través de tremendas escenas breves, esta historia campestre, formula una intensa interrogación sobre la condición humana, el deseo sexual y los imposibles mandatos familiares. Los amores de ambas por los hombres que entran y salen de sus vidas son viscerales, no pueden acabar bien. Lo que queda es la destrucción: «Que explote todo, destruirlo todo, dice mamá y todaví­a quiere más.» (p.101).

La literatura de Ariana Harwicz es profundamente perturbadora, una experiencia de lectura fuera de lo habitual. Escrita como un flujo de consciencia, en capí­tulos de breve extensión, su primera novela “Matate, amor” (Editorial Lengua de Trapo, 2012, 152 páginas, 16,64 euros) se diferencia de cualquier otra novela doméstica, ya que el personaje principal, una madre de familia al borde del abismo, desafí­a las normas establecidas por su género. Es el relato de una pulsión sexual inagotable, de la desolación de una infancia sin respuestas, de la biografí­a de un cuerpo donde todo está sepultado.

El distanciamiento de la protagonista, mujer argentina, con su pareja francés y su bebé es muy grande, hasta el punto que la convivencia se hace una pesadilla.

Ella suele pasar momentos tumbada en el bosque cercano a su casa, mientras que su pareja está fuera, trabajando, y que ella imagina ser infiel. Toda la atmósfera de la novela parece surrealista: los personajes no viven en una ciudad, ni siquiera en un pueblo, sino en una casita de campo aislada en la que el entorno es natural, no civilizado, salvaje. En la página veintinueve, por primera vez, el texto abandona a la mujer que nos cuenta la historia y la voz narrativa se desplaza hasta la del amante; lo que ocurrirá en alguna ocasión más a lo largo de la novela y, dado que esto tiene lugar sin aviso de ningún tipo, el lector leerá las primeras frases de un capí­tulo con extrañeza. Además de distanciada, la relación de la protagonista con su pareja y su bebé también es ambigua.

 Por ejemplo, en la página quince el bebé preocupa mucho a la narradora: «Voy a ver si el bebé respira a cada minuto, lo toco para ver si reacciona, lo destapo, lo cambio de posición, lo ilumino, lo levanto, todaví­a estamos en la etapa de la muerte blanca» (p.15) y «Lo busqué como solo una madre busca a un hijo.» (p.69).

La protagonista se autodefine como loca siempre desde la comparación con la normalidad que la rodea y que parece encerrarla: « ¿Se da cuenta él? De todas las bellas y sanas mujeres que hay en la región, se vino a enganchar conmigo. Un caso clí­nico. Una extranjera.» (p.9). La maternidad crea una mente oprimida ya que obliga a la madre negarse a sí­ mismo, negar sus deseos y necesidades: «Lo traje al mundo, ya es suficiente. Soy madre en piloto automático. Mamá era feliz antes del bebé. Mamá se levanta todos los dí­as queriendo huir del bebé, y él llora más […] Ser madre es tan poco excitante. Lo dejo caer. Corro y me encierro.

No aguanto y le abro, pienso en qué asqueroso es todo esto.» (p. 99). La loca se define desde el espacio de la casa; la novela gira entorno a una casa de campo delimitada por su ventanal. Hay menciones de la casa del vecino pero no se comunican. Ella está encerrada en los contornos de este espacio en el que se confina su papel de madre: «Estos son mis dí­as, un atascamiento continuo. Una lenta perdición.» (p.25). El encierro social de la protagonista que sufre el peso de la rutina se expresa en los rituales de pareja: «Nos besamos. Como todos los esposos del mundo, sin lengua.» (p.19).

El desbordamiento de su deseo sexual está caracterizado por lo bestial: «Busco a alguien que pueda perturbarme como lo harí­a un animal moribundo. Y cuando deseo soy una vaca con la cabeza atorada. Y si deseo soy un ciervo entrando al bosque como lo harí­a un novio a la iglesia.» (p.74). La respuesta del marido es internarla en una clí­nica psiquiátrica, la máxima expresión del carácter institucionalizado de la locura donde la protagonista sufre las normas como jaulas porque la sociedad niega por completo su deso y necesidades: «Adiós a la morbosa ansiedad sexual. Me interna.» (p.122).

También los suegros representan el poder reiterativo del discurso que regula o impone esquemas sociales: «Mi suegra me objetó de lejos con el bol de comida por qué no hací­a algo de gimnasia.» (p.63).

Esta novela que nos asoma al lado oscuro de la pasión amorosa y la maternidad, es un cóctel de amor y odio, desprecio y pulsiones que están en nosotros, pero que solemos mantener bajo control, y que aquí­ son norma de vida. La frase “Matate,amor” es un acto de rebelión, de insurreción. Ella es bélica ante todo contra sí­ misma. La violencia es una lucha por no alienarse. Su reventarse contra un vidrio, ir hacia el bosque tiene más que ver con una búsqueda salvaje de libertad que con una postura reflexiva contra la institución matrimonial.

Esa obsesión erótica ligada a lo salvaje («Giro y me subo sobre él felinamente, si hubiera podido lo habrí­a sodomizado. Gozo, pierdo la noción.», p.79), está presente a lo largo de la novela, hasta el punto de convertirse ella misma en un animal: «Me desplazo con plazo animal» (p.53); «Lo miro y sé que después voy a tener pico, plumaje y garras.» (p.53); «Soy una bestia que respira lento y pesado.» (p.62); «Me lo até al cuerpo y fuimos un canguro con su crí­a.»; «Imitamos los sonidos animales y fuimos parte de ellos.» (p.70). El deseo animalizado sirve para calmarse, es un antidoto en contra de la depresión. También cuando se encuentra en la clí­nica afirma: «Quiero que me dejen salir a enfrentar animales.»(p.130).

El dispositivo de la novela es lo salvaje que representa un escape hacia la libertad: «Y me tiré como es costumbre en mi cucha, mi caverna, entre árboles podados.» (p.56); «Caminé al bosque agotada por las contracciones[…] Solo en casos de emergencia bajo hasta acá de noche.» (p.22). Como una bestia, la mujer siente un llamado salvaje y lo que encuentra es la salida exterior: la naturaleza, la mirada de un ciervo, la masturbación, los sonidos y los pastizales: «A cierta hora aparece un ciervo que se me queda mirando de una manera brutal como no me miró nadie nunca. 

Quisiera abrazarlo, si fuera posible.» (p.17). Ella necesita comprensión, ternura, se siente salvada no por su amante sino por un animal, la mirada tiene más amor que el lenguaje humano: «El ciervo se detiene como embalsamado, los ojos de vidrio. Está conmovedoramente quieto. Él es mi hombre. El que sabe mirar mi tristeza infinita. Los otros son apenas hombres. De qué sirve ser uno de ellos si el idioma que hablan no alcanza.» (p.70).

La salvación, puede estar solo en la potencia de la mirada: «Lo que me sava es el ojo dorado del ciervo, mirándome todaví­a.» (p.68), pero el ciervo es algo que ella siempre busca y nunca encuentra, que no está: «Ciervo mí­o, ciervito de mi corazón. Ciervo, ojalá estés.» (p.143). No sabemos, al final de la novela, si la mujer, que pasa de la autocompasión a la autodestrucción, tendrá su felicidad. Cuando todo iba mal, decidió casarse, ahora toma su decisión. No es un caso que la última palabra de la novela es “˜salvaje”™.

El intento de Ariana Harwicz es mostrar la sexualidad desde una perspectiva femenina, una situación asfixiante para una mujer, un horror que parte de la locura. Explí­citamente, en la novela, se habla de Sylvia Plath y de Virginia Woolf, dos escritoras suicidas, disconformes con la sociedad en la que viven y oprimidas por ella. Una sombra que habla de mujeres con pocas opciones, a parte de la de ser madre y ama de casa. No hay puntos de escape, toda la novela es una costante tensión que no cambia porque todo es descripción de espacios y miradas.

En las novelas de Ariana Harwicz las mujeres son dueñas de sus cuerpos, desean, gozan. ¿Estamos tan seguros que un amor convencial serí­a más verdadero?

Enza Barci, de nacionalidad italiana, nace en Cosenza el 11 de noviembre de 1989. Después de haberse graduado con una tesis en Literaturas Hispanoamericanas, “Epigramas de Ernesto Cardenal: entre exteriorismo y retórica”, sigue sus estudios de Lenguas y Literaturas Modernas en la Universidad de Calabria. Amante de le lengua española, en 2011 transcurre seis meses en Córdoba, España, para profundizar sus conocimientos de filologí­a.

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Escritora
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