Amaneciste con un dolor tétrico en el riñón derecho, un cordón invisible te jalaba los testículos desde la espalda, se lo atribuiste a la deshidratación alcohólica, la vil resaca, la goma que te estallaba en la cabeza.
Te movías en la cama y el malestar se multiplicaba arriba y abajo, de nada sirvieron las cucharadas de aceite de oliva ingeridas como remedio preventivo, las bebidas espirituosas te hicieron añicos, hoy musitabas el “ya no vuelvo a beber” recurrente en los ebrios contritos, los 40 grados Gay Lussac del whisky traslucían seísmos corporales, el sufrimiento de las vísceras.
No hallabas la postura adecuada, eras un compendio de ascos y dolencias, bajabas los párpados y la oscuridad giraba, “cálmate” te auto convencías, vaciar el estómago significaba el laxante imperativo.
Lograste levantarte, el baño parecía tan lejos, cien metros allá, el espejismo a ocho pasos, caminabas sosteniéndote entre las paredes como báculos fijos, llegaste y el terco riñón seguía punzando, sus toques eran precisos y al no poder orinar te alarmaste, nunca te había pasado, pujaste, forzaste la uretra, fue entonces cuando un cálculo te empezaba a desgarrar por dentro.
Putísima madre, se te salieron las lágrimas, el ardor era algo más que una flama, ¿qué hacer? las ganas de vomitar se esfumaron, todos tus poros se concentraron en expulsar al intruso ¿será el único?, te horrorizaste de sólo pensarlo.
No supiste cuánto tiempo pasó mientras la incomodidad arreciaba, el cálculo se abría paso mordiendo el conducto urinario, te imaginaste a una mujer pariendo a un bebé de cuatro kilos, hasta se te olvidó tu nombre.
Con el desalojo vino el alivio momentáneo, por suerte no sangraste, pero el mal persistía, asumiste una actitud moralina: eso te pasaba por no beber agua y llegar a tu casa a las cinco de la mañana, el regreso del baño al lecho matrimonial sería un martirio lento y sinuoso.
La solidaridad es exigencia cuando todos duermen, tu mujer despertó al escuchar tus tropiezos y el “ay” estentóreo rebotando en el piso, de inmediato la alarma ¿que qué te pasaba?, le explicaste y llamó por teléfono a un médico amigo.
En el hospital te recibieron con una inyección de voltarén y una bolsa de suero intravenoso, tu pérdida de líquidos era severa, la cruda se te fue olvidando en el sueño.
Desde ese día bebiste agua como dromedario, te aficionaste al té y a otros diuréticos, y es que el miedo no anda en burro o te cuidabas o serías candidato electo de la intervención quirúrgica.
A la semana sucedió lo que sospechabas, parecía una meada de rutina en los sanitarios de tu trabajo, el chorro caliente y amarillo se dividió de tajo y cesó, la urgencia era ahora continuar, con tu pelvis forzaste a la vejiga y un nuevo cálculo brotó indoloro.
Lo recogiste enfundando tus dedos en papel higiénico, lo lavaste, te impresionó cómo puede hacer daño algo miserable, si hubieras tenido un microscopio a la mano lo hubieras examinado, un urólogo hubiese determinado su tipología, pero no, optaste por pulverizarlo.
Ahí tuviste la revelación que te estabas volviendo viejo, ahí comprendiste que del polvo venimos y hacia el polvo vamos.