La guerra civil salvadoreña no se pudo detener por falta de diálogos y negociaciones de los más importantes sectores nacionales. Ninguno de los bandos estaba dispuesto a ceder: la derecha quería exterminar físicamente a toda la oposición política y social, y la izquierda quería la insurrección y la guerra prolongada.
¿Qué sucedió? Se impuso la teoría y la práctica de la violencia. Monseñor Oscar Arnulfo Romero, que pedía a diario el diálogo, fue asesinado en marzo de 1980 porque pedir cordura era frente a los extremismos el mayor de los delitos.
Después de 12 años de guerra civil, con un costo de más de 70.000 muertos, 8.000 desaparecidos, un millón de desplazados; graves retrasos en la economía y otras consecuencias dañinas, fueron finalizadas por medio del diálogo y la negociación, proceso en el que intervino Naciones Unidas (ONU), como mediador y facilitador.
No fue fácil sentarse los enemigos a muerte. Pero primó el pensamiento civilizado. La guerra terminó con el silencio de las armas. Hoy la izquierda está en el poder y la derecha en la oposición, sin que eso signifique debacles políticas.
Sin embargo, no se ha aprendido la lección de que al finalizar la guerra finalizó el duelo entre enemigos y comenzó el pulso entre adversarios.
Los adversarios no se matan; los adversarios dialogan, negocian y hacen pactos. No hay de otra, esa es la democracia. Lo contrario es regresar a la guerra.
Y suficiente violencia existe a causa de las distintas formas de delincuencia y por las históricas injusticias, como para que el actual liderazgo político no se siente de una vez a arreglar nuestro presente y consolidar el futuro con esperanza y certeza.
Sin dialogar, sin negociar y pactar acuerdos de nación, pensando en el bien de toda la sociedad salvadoreña, jamás vamos a salirnos del hoyo en que nos encontramos hundidos y en el que estamos sepultando todas las posibilidades de construir un país estable, convivible y desarrollado.