Desastres naturales

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Nunca habí­a vivido tan de cerca un huracán de esta fuerza, aunque sí­ he vivido otras catástrofes naturales en El Salvador

Me encuentro en Florida, donde un poderoso huracán está azotando desde hace bastantes horas, y lo seguirá hacienda por bastantes horas más, la costa Este del estado. El ojo del huracán pasa en estos momentos muy cerca de la zona donde me encuentro. Puesto que no puedo hacer otra cosa, es un buen momento para escribir; para reflexionar y escribir. Veo por la ventana impresionantes cortinas de lluvia, y tremendas ráfagas de viento meneando árboles. Nunca habí­a vivido tan de cerca un huracán de esta fuerza, aunque sí­ he vivido otras catástrofes naturales en El Salvador.

Mañana, cuando todo esto haya pasado, podrán verse de cerca multitud de árboles caí­dos, áreas inundadas, cientos de miles de hogares sin energí­a, e innumerables daños en casas y edificios. Daños todos ellos materiales, casi siempre reparables, que serán reparados en poco tiempo. Lo que probablemente a penas habrá, si es que hay, sera pérdida de vidas humanas, siempre irreparables. E inevitablemente me pregunto cuál serí­a el resultado si este mismo azote natural pasase en El Salvador. Mi memoria me lleva a las dos catastrofes naturales que viví­ en El Salvador en los últimos veinte años: el huracán Mitch de 1998, y los terremotos de 2001. Y me lleva también a los daños materiales, y sobre todo humanos que causaron.

Es obvio que cada azote natural es particular y diferente a los demás, y no tan fácilmente son comparables, pero es obvio también que los azotes naturales de gran magnitud provocan la pérdida de muchí­simas vidas en ciertas partes del mundo, y de pocas vidas en otras partes del mundo. He aprendido también que en los paí­ses donde provocan menor perdida de vidas, en algún momento de la historia era diferente, pero de algún modo han sabido superar la desgracia y aprender, trabajar y organizarse para que la desgracia del pasado no se repita en el futuro. Sin embargo, en otras zonas del mundo las desgracia del pasado se repite en el presente, y, triste es decirlo, se repetirá en el futuro.

Siempre oigo a los gobernantes de estos paí­ses, El Salvador entre ellos, decir que no hay recursos para afrontar la crisis con prontitud, ni, mucho menos, para prevenirla. He oí­do a expertos en economí­a explicar que la tal falta de recursos viene motivada, en gran medida, por la enorme deuda externa que tienen nuestros paí­ses con los del primer mundo, que les mantiene atados de manos. Y no pretendo discutir la validez de tal teorí­a, pero es que me recuerda mucho a la situación de la vendedora de un puesto callejero cualquiera en el centro de San Salvador, por ejemplo, que compra su mercaderí­a con algo de dinero prestado de los prestamistas que hacen de ello su negocio cobrando elevadí­simos intereses, de modo que la vendedora no puede más que pagarlos, “subsistir”, y volver a pedir prestado para seguir “subsistiendo”.

Y es que si se investiga un poquito más en la administración del dinero de muchas de estas personas puede verse que, pese a los altos intereses, el dinero que ganan da, normalmente, para algo más que para subsistir, pero usan ese dinero en cosas absolutamente prescindibles en vez de reinvertirlo en mercaderí­a para no tener que pagar intereses, o , simplemente, en educación, y poder crecer doblemente de esta manera. Lo mismo pasa con el dinero que se recibe de remesas o de cualquier otra fuente. Pedir dinero prestado está bien si es con la intención de crecer, pero de alguna manera nos hemos acomodado a pedir prestado no para crecer, sino simplemente para subsistir; se ha convertido en una forma de vida que no nos permite mejorar ni afrontar emergencias, y que no nos lleva a ninguna parte. Ni para atrás ni para adelante.

De la misma manera funcionamos como sociedad y como estado. Si se toma en cuenta lo inútil e infructuoso de muchí­simo del gasto público, por no mencionar otros vicios caracterí­sticos como la corrupción y saqueo de arcas públicas, y se añade a ello, y como consecuencia, el mí­nimo o nulo interés en pagar impuestos por parte de los demás, comprenderemos por qué nunca tenemos recursos para afrontar o prevenir emergencias o desastres. Y si además consideramos nuestra maña cultural de fiar todo a la voluntad de Dios, o de confiar todo al falso optimismo de que “todo va a salir bien”, comprenderemos también que esto no va a cambiar tampoco en el futuro. No tenemos derecho a hablar de desastres naturales. Son simplemente azotes naturales. Somos los humanos quienes evitamos el desastre, o los convertimos en desastre. Se trata, en definitiva, de desastres humanos.

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Margarita Mendoza Burgos
Margarita Mendoza Burgos
Titulaciones en Psiquiatría General y Psicólogía Médica, Psiquiatrí­a infantojuvenil, y Terapia de familia, obtenidas en la Universidad Complutense de Madrid, España; colaboradora de ContraPunto
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