Aunque estrechamente vinculadas, no siempre reflejan el mismo contenido. La existencia de instituciones, en tanto que unidades diversas al interior del aparato estatal y del sistema político-social, no siempre es indicio claro de institucionalidad. Puede haber muchas instituciones sin que exista realmente una aceptable institucionalidad.
La historia de nuestra siempre inconclusa transición hacia la democracia sirve como escenario propicio para aclarar estos conceptos. Llevamos ya casi cuatro décadas proclamando que estamos en pleno proceso de transición política hacia el sistema democrático, lo que convierte la nuestra en una de las transiciones más azarosas y prolongadas en la historia moderna de América Latina. A lo largo de estos años hemos construido varias instituciones de carácter supuestamente moderno, plural e inclusivo, pero no podemos decir que contamos con una institucionalidad democrática debidamente establecida, suficiente para fundamentar sobre bases firmes un verdadero Estado de derecho. Tenemos instituciones pero no tenemos institucionalidad. Nos hace falta esa argamasa necesaria que se llama cultura política democrática, una saludable mezcla de hábitos y costumbres, de estilos y procedimientos que le dan consistencia a la caparazón física en que se envuelven las instituciones. Sin esa cultura política democrática que las fortalezca y cohesione, las instituciones serán siempre débiles y vulnerables. Y, por lo tanto, el riesgo de la involución política y el retorno a las prácticas autoritarias y antidemocráticas estará siempre presente, como ya quedó demostrado en el golpe de Estado de junio del 2009.
A veces, la simple existencia de instituciones crea la impresión de que estamos realmente construyendo estructuras democráticas. Nos envuelve el pensamiento ilusorio que nos lleva a confundir la percepción de los hechos con los hechos mismos. No advertimos, entonces, el verdadero divorcio que hay entre la institución como entidad física y la institucionalidad como expresión de cultura política y afianzamiento democrático.
Si la construcción de instituciones no va acompañada del fortalecimiento de los valores y hábitos de la cultura política democrática, tal construcción será frágil y vacilante. Por lo tanto, el riesgo de la involución política será real y constante. La tentación autoritaria seguirá gravitando sobre la sociedad hondureña. Sin institucionalidad consolidada, el Estado de derecho seguirá siendo una ansiada utopía.
Se nos ocurren estas ideas al comprobar lo que ha sucedido y sigue sucediendo en la vecina Nicaragua. Hasta no hace mucho, la Policía nicaragüense era percibida como la mejor de la región, la más eficiente y, sobre todo, la más vinculada y fundida con la ciudadanía. Un modelo admirable de Policía comunitaria, aceptada y respetada por la gente. Hoy esa situación ha cambiado radicalmente. La Policía es percibida como un organismo represor y criminal, violador de los derechos humanos y enemigo de su propio pueblo. La participación directa de los policías junto a las bandas armadas de los paramilitares en la criminal represión de los opositores al régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo, ha echado por tierra el antiguo prestigio de la institución policial y ha desacreditado su imagen y ejemplo.
¿Cuáles son las razones que explican esta inesperada mutación del cuerpo policial nicaragüense? ¿Cuáles son las causas de esta súbita transformación de antiguos héroes en actuales villanos? Las respuestas a estos interrogantes son muchas y variadas. Sin embargo, hay una que subyace en el fondo del asunto y nos ayuda a comprender la esencia del problema: la ausencia de una verdadera institucionalidad policial de nuevo tipo. La imagen de Policía comunitaria modélica que revestía a la fuerza policial de Nicaragua no estaba realmente sustentada sobre bases profundas y sólidas. Carecía de una verdadera cultura política comunitaria y asumía su relación con la comunidad más como un procedimiento táctico que como una doctrina profunda.
A esto habría que agregar el componente político partidario, cuya importancia no se debe nunca menospreciar. En los últimos años, la Policía nicaragüense venía sufriendo un lento y traumático proceso de creciente politización partidaria, que gradualmente la iba convirtiendo en instrumento ciego al servicio del Poder Ejecutivo, en menoscabo de su rol como organismo de servicio comunitario para asegurar el orden público. La “partidarización” de la Policía, junto a la debilidad de su institucionalidad interna y el manoseo político de la filosofía comunitaria, en una combinación peligrosa, crearon las condiciones para que la otrora ejemplar Policía nicaragüense terminara convertida en lo que luce hoy ante los ojos de su propio pueblo: un instrumento de represión criminal al servicio del poder omnímodo del dúo Ortega/Murillo. Triste final para lo que sin duda fue un buen experimento de Policía comunitaria.
Siempre es bueno aprender de las experiencias ajenas. Ahora que la Policía hondureña está involucrada en un proceso de ajustes y reacomodos internos que algunos llaman “reforma policial”, bueno sería analizar la experiencia de Nicaragua y sacar las conclusiones que sean más pertinentes para nuestra propia realidad.