Desperté aturdido. Todavía tenía sabor a ron en la boca y el movimiento del barco comenzaba a provocarme náuseas.
El capitán ni siquiera pudo caminar a su camarote. Estaba tumbado boca abajo, roncando con el resto de marineros regados en el piso. El grumete de turno había vomitado a un lado de su cabeza. ¡Pobre chico! Anoche habrá bebido más whisky que toda la leche de su madre cuando bebé.
Me toqué la cabeza buscando no sé qué. Sentí mi pelo duro. No me lavo desde que zarpamos hace tres semanas. No hace mucha falta en medio del mar. Aquí nadie espera encontrar un marinero que huela bien: uña y mugre. ¡Si se enterara mi madre!
Cuando me volví a poner el sombrero recordé las náuseas. Tuve que levantarme a potar por la borda teniendo cuidado en el camino de no pisar la cabeza de alguno de los señores tirados en el suelo.
El olor a vagabundo es intenso. Pareciera que la peste hubiera hecho de las suyas en aquel espacio oscuro de los camarotes.
Afuera era diferente. La luna todavía hacía brillar los clavos de la cubierta. Vomitar en altamar es casi un poema. No sé por qué a los poetas no les da por escribir algunos versos sobre vomitar a la luz de las estrellas en medio del mar. El crujir de los maderos y el viento inflando las velas suenan a música.
¡Poesía! ¡Bah! ¡Para que sigan limpiándose el culo con seda las mujeres del puerto y la hija del barbero!
““¡Ven acá, muchacho! ““decía mi padre ““Te voy a enseñar a enamorar a una mujer.
Él les ofrecía cerveza. Quizá haya sido un viejo loco, pero no tonto. Decía: “He visto a las parejas que salen tomadas de la mano de la iglesia: ella regresa a casa y él la engaña con otra. Pero he visto a parejas salir de tabernas directo a una cama a fornicar como locos. No señor, la cerveza une a la gente más que las hostias”.
Nunca supe qué le vio mi madre a aquel hombre de barba oscura y risa estruendosa. Ella, en cambio, tenía la mirada dulce, decidida y fiera. “¡Ojos de pirata!” le gritaba mi padre con su aliento a ron.
Ron”¦ anoche sin decir una palabra bebí pensando en esos ojos. Mientras los muchachos sacudían sus codos con cantos sobre las mujeres del puerto y sobre las mil maneras de asegurarse un puesto en el Infierno, yo pensaba en mi madre.
Vi su mirada apagarse por la tuberculosis. Murió una noche como esta: despejada, llena de estrellas. También vomité esa vez. El viejo me sostuvo con la boca hacia abajo para que pudiera sacar todo. “¡Escupe ese maldito hígado! Es mejor que se lo coman los peces”¦”, me dijo.
Los griegos pensaban que el amor estaba en el hígado. Bueno, eso es lo que el barbero Tom dijo una vez.
-¡Para mí que solo era una excusa para emborracharse! ““refunfuñaba.
Como sea. Mi padre perdió los estribos por completo después de que mi madre murió. No había día que no estuviera borracho hasta que desapareció del puerto. Unos dicen que partió en un navío pesquero y otros que se lanzó del puerto y que se ahogó. Jamás volví a saber de él.
Estoy seguro que de haber sabido más que beber, el viejo me lo habría enseñado también.
En el bolsillo aún tengo la cajita con tabaco y mi pipa. Me considero afortunado. Quizá si fumo un poco logre quitarme el sabor amargo del vómito, el sabor a hígado y ron”¦ El sabor a un amor andado a mal.