La última vez que lo vi fue un jueves a las 6:34. de la mañana. Estaba ya cansado, abatido por la mediana edad: 3 divorcios mal tragados en soledad, un alcohol fermentado en dolor y dos de sus hijos muertos que lo había acompañado hasta la última puerta del mundo y le ponía fin a la felicidad tardía de la vida.
Lo conocí ya viejo, cuando nací él ya tenía 42 años. Y crecí con sus historias arrancadas del calendario de su nostalgia, que apenas tenia sombras de una vida feliz.
Aprendí a leer con sus libros, a dibujar con sus manos, a caminar con sus pies, aprendí el cine con sus ojos, todo lo aprendí con él.
Hoy, que hace muchos años no está, estoy aprendiendo a correr detrás de las hojas que arrastra el viento de aquella calle, por donde pasa un viejo y un niño, vendiendo sus pinturas, hasta caer la noche y entonces se toman de las manos, para no ser borrados por el frio implacable de olvido.