Un día, sin darnos cuenta, estábamos abandonando el país sin saber -en nuestra inocencia infantil- para qué lugar íbamos. Nos entusiasmaba que por primera vez nos íbamos a subir en un avión y explorar aquella aventura de volar en un pájaro de hierro que tanto veíamos en las películas o surcando nuestros cielos.
Toda la familia nos fue a despedir al entonces aeropuerto internacional de Ilopango. Mis abuelas lloraban, mi madre, mis tías y mis tíos, mis primos. Nosotros no. Lo que nos entusiasmaba era el avión.
"¡Algún día va a cambiar este país de mierda y podrán regresar!", nos decía llorando y nos abrazaba a los tres (Roquito, Jorge y yo) mi tío Lico Morales, uno de los destacados arquitectos y artistas plásticos desde la década de los 40 hasta los 80.
Volamos… Hicimos una larga escala en México (de días); pasamos por la Habana (otros días) y de ahí volamos a Praga. Era un avión de cuatro motores de hélices con el que atravesamos por primera vez el Atlántico.
Llegamos a una ciudad de nombre raro: Praga y, al país con un nombre todavía peor: Checoslovaquia y, con un idioma impronunciable.
Era todo aquello fantástico: un país, a pesar de todo, de ensueño. No nos faltaba nada: teníamos un buen apartamento, una inmensa escuela y vivíamos felices con nuestros amigos de todos los colores y países bien raros, como Mongolia o Bulgaria o Uzbequistán.
Sin embargo, nos faltaba a todos nuestro país. Yo me peleaba con los niños soviéticos porque me decían que su país era más grande que el nuestro: "¡Idítie na jui!", les decía yo (en ruso quiere decir váyanse a la verga). O "Ya dayú teviá pa mordu" (algo así como te voy a romper el hocico).
Nos faltaban los mangos verdes, los jocotes, los chicles Adams, la CocaCola… los dulces de tamarindo, las paletas, los sorbetes de carretón; a mi mamá las tortillas y los frijoles; a mi papá las conchas, los camarones y las ostras… ¡Cerveza no! Porque la cerveza checa es la mejor del mundo…
Hoy reflexiono porqué no me gusta viajar. Creo que después de tantos años de viajaderas por el mundo; un tiempo con nombres distintos, tengo grabado en la conciencia profunda que me voy a ir otra vez a un mundo lejano. Me entra nostalgia y el miedo.
El exilio es una mierda, ser desplazado es una mierda… es triste y queda uno con la marca del desarraigado para siempre. Luego estás y no estás en el lugar que querés. Sos y no sos extranjero.
Sufrí el desplazamiento forzoso… no tuve que atravesar ríos ni desiertos, pero el corazón me lo atravesó aquella frase de mi tío Lico: "¡Algún día va a cambiar este país de mierda!".
El exilio obligado a mi padre por haber sido perseguido político nos cambió a todos nosotros… y/o este país pasó por tantos años, no cambió nada… y nos seguimos yendo.