Por Mauro Figueroa
El año 2023 ha iniciado en Colombia con tres hechos significativos para la paz y la reconciliación, situando la esperanza sobre la locura de la pedagogía de las armas. Aunque los hechos en sí mismo no nos llevan a un punto de no retorno a la violencia, si representan inicialmente la posibilidad de encaminar el diálogo y negociación una vez más con los grupos guerrilleros, bajo el predominio de una narrativa de paz.
El primer hecho significativo al que me refiero lo constituye la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) del 30 de enero pasado, que responsabiliza al estado colombiano por acción y omisión, reafirmando que “Es responsable por las violaciones de derechos humanos cometidas en perjuicio de más de seis mil víctimas integrantes y militantes del partido político Unión Patriótica (“UP”) a partir de 1984 y por más de veinte años”. Es sin lugar a dudas un hecho que abre el camino para saldar una deuda histórica con la “UP”, pero principalmente con la democracia que se apuesta a construir como efecto final de la “Paz Total” propuesta, reenfocando además la necesidad de conocer el rol de los partidos políticos tradicionales en estas atrocidades.
En segundo lugar está el protocolo firmado, el pasado 8 de febrero, entre el gobierno de Gustavo Petro y el grupo que nunca firmó los Acuerdos de Paz del 2016 conocido como el Estado Mayor Central (EMC) de las FARC-EP, que en aquel momento logró sumar a más de un centenar de combatientes y que en la actualidad ya cuentan con más de tres mil en 23 frentes y 5 bloques insurgentes con capacidad de enfrentar a la fuerza pública, desestabilizar territorios y generar fenómenos como desplazamiento y reclutamiento forzado donde operan.
Finalmente, un tercer acontecimiento está marcado por el inicio, este 13 de febrero, del segundo ciclo de negociaciones con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en México. Esto ocurre después de que Petro anunciara a inicios de enero un acuerdo de cese al fuego bilateral con sus integrantes, el cual fue desmentido por el grupo guerrillero más beligerante y mejor organizado en la actualidad.
Para efectos de mejor entendimiento y mayor coincidencia me referiré al segundo y tercer hecho en este artículo, dejando para otro escrito el caso de la sentencia de la CIDH sobre la Unión Patriótica, que amerita un espacio propio.
En ese sentido, el primer punto a considerar es que el proceso de paz ha sido planteado por el gobierno, desde sus ventajas y pragmática necesidad de parar las violencias sociales y políticas conocida como la “Paz Total”. Pocas veces en la historia se ha visto que quien tiene la ventaja bélica en un conflicto y una correlación importante de fuerzas a su favor, sea quien busque dialogar y negociar su desmontaje. De ahí que el momento se convierte en una verdadera y única oportunidad política para ambos grupos insurgentes que tienen a un interlocutor válido e intencionado con visión de paz.
Sin embargo, tenemos algunos detalles que hay que subrayar en los procesos en marcha con el “EMC” de las FARC-EP y el ELN que han iniciado desde una percepción generalizada de simetría entre dos grupos que tienen aparentemente mucha similitud, pero que en el fondo los separa una brecha que hay que considerar y ver de manera particular, porque se manifiestan hasta como antagonismos.
Para el caso de las FARC-EP, quienes se auto denominan “la verdadera FARC”, hay que empezar por conocer y entender cuáles han sido las razones de contenido que los llevaron a no aceptar las negociaciones de La Habana que culminaron con los acuerdos firmados en 2016 entre el grueso de este grupo y el gobierno de Manuel Santos. Entonces caben las preguntas ¿Qué tipo de acuerdo quiere este grupo que no firmó y decidió seguir en armas? ¿Cuáles puntos no satisfizo desde la agenda pactada que les impidió sumarse al proceso y en su lugar seguir en la ruta de un posible aniquilamiento militar? Esto último no ha ocurrido, pero políticamente no están bien parados para continuar una guerra de desgaste propio y ajeno como la que libran.
Resulta difícil para las FARC-EP poder demostrar a estas alturas cuáles son sus anclajes ideológicos frente a la sociedad y hasta sus mismos combatientes. No existe evidencia alguna, ni sólida ni frágil, que la revolución prometida siga siendo el final del camino trazado y por el contrario existe una fuerte opinión generalizada que sus intereses y razones de existir se circunscriben al aprovechamiento de negocios ilícitos y por lo tanto a que prevalecen intereses personales sobre los colectivos y sociales que abanderaron en sus inicios. Una situación persiste porque hay personas y fuerzas interesadas en que esta persista y esa premisa hay que desmontarla prioritariamente por parte de este grupo.
Esta situación los ubica en un entorno de desventaja en cualquier escenario de guerra o negociación, porque su acumulación política es cuestionable y se encuentran en el borde de un abismo criminal que se alimenta de actos de guerra poco razonables en un contexto de “Paz Total” lanzado por el gobierno. Quizá el peligro más próximo en ese sentido sea terminar siendo tratados como un grupo criminal más, perdiendo la oportunidad de negociar una paz basada en la finalización de la barbarie, la desmovilización digna y la reinserción efectiva de sus integrantes. De ahí que el protocolo firmado represente un instrumento para el “desescalamiento” de la confrontación armada, que debería ser útilmente aprovechado por estar en el momento político correcto para esta insurgencia y así entrar en la lógica de desaceleración de la guerra y su desarme.
Por otro lado, está el ELN con más de cinco mil integrantes y un tejido social de milicianos y colaboradores muy bien organizados y con algún arraigo histórico en los territorios. Sus comandantes continúan manteniendo una agenda política, pese a los señalamientos constantes de ser una guerrilla binacional que combate al estado colombiano de un lado del territorio y apoya al gobierno venezolano del otro, pasando en ambos países entre señalamientos de actos criminales y actividades ilícitas. Este grupo se unió a la propuesta de Petro de buscar la “Paz Total”, desbloqueando el entrampamiento dejado por el gobierno anterior y dando inicio a una nueva ronda de diálogo y negociaciones.
Aunque el ELN es considerado “la verdadera insurgencia” vigente en Colombia, después de los acuerdos del 2016 con las FARC-EP, en su historia aparecen varios momentos críticos en los que se han visto diezmados seriamente por las fuerzas del estado y pugnas internas que han debilitado seriamente. A esto se suma un deterioro de su imagen libertadora, el cambio de rumbo que deben explicar con los posibles acuerdos a sus integrantes, una dirigencia suficientemente entrada en años y un escenario de paz que el gobierno propone y facilita con ayuda de importantes actores sociales y la comunidad internacional como observadores y garantes.
El riesgo de entrar en un asunto de diálogo y negociación que pareciera interminable entre el ELN y el gobierno de Petro también existe. Basta recordar que el proceso con las FARC duró cinco años. El agotamiento de la vía política para terminar la guerra sería una verdadera pérdida de tiempo y del momento político que se le ha brindado y ha logrado con su persistencia como guerrilla. La continuidad y legitimización de sus objetivos políticos con la adopción de una narrativa de paz daría sentido a una nueva esperanza de terminar con la locura de la guerra y aportaría a pagar la maldición y la fatiga de tanto proceso de paz frustrado o no concluido en la historia reciente de Colombia.
Tanto para las FARC-EP, el ELN como para el gobierno es impostergable llegar a acuerdos básicos que enrumben los nuevos significados del contexto creado con la llegada de Petro al poder. Lo primero que hay que hacer para salir de la guerra es dejar de matarse y con el protocolo y la nueva ronda de negociaciones se abre esa puerta una vez más. Al final, la paz es el único combate que vale la pena llevar a cabo y quien no asuma responsablemente el reto quedará en desventaja histórica y política que amenazará permanentemente su sobrevivencia.
Para la población civil colombiana en general, el proceso de “Paz Total” pareciera generar poco entusiasmo. La tradición de tantas guerras y tantas intenciones por pararlas y sepultarlas en la historia, ha fatigado las esperanzas de esta nación que lo ve como un proceso más. Y aunque la suerte no está echada sobre ninguno de los interlocutores de esta apuesta, quienes observamos y analizamos lo que está sucediendo en Colombia tenemos el reto de apreciar las partes sanas que aún existen en este proceso, porque las partes rotas ya la memoria se encarga de recordárnoslas a diario.
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*Mauro Figueroa es Consultor Internacional en temas de abordaje de violencias y Construcción de paz. Cuenta con una Licenciatura en Periodismo y especializaciones en Antropología Social, Gerencia Educativa y Desarrollo Organizacional sistémico. Además, tiene una Maestría en Gestión óptima de proyectos y una certificación como asesor político.