Quedaron de juntarse a las dos de la tarde del recién pasado jueves 11 de abril en un sacro sitio martirial: el hospital “La Divina Providencia”, mejor conocido como “el hospitalito” donde ‒en su mayoría‒ ingresan personas con cáncer terminal sin capacidad para pagar sus cuidados paliativos. Ahí se reunirían mi madre, doña Lidia o simplemente Lya, con él. Ella llegó antes: a la una y media; él no. Hubo que aguardar entre las atenciones proveídas por las solícitas enfermeras, las explicaciones de los diligentes médicos y el apoyo del personal restante de tan acogedora antesala del viaje a emprender.
Él apareció, por fin, a las ocho y cuarenta de la noche; pero, a final de cuentas, llegó para abrazarla y llevársela. Me hubiera encantado presenciar el encuentro, pero las reglas se respetan: el portón se cierra a las seis de la tarde y nadie entra ni sale hasta doce horas después. Pero tuve el privilegio de acompañarla durante cuatro horas de ansiosa espera, recitando con ella nuestras cómplices “letanías”; también haciéndole lo que “por favor”, como siempre, me pedía le hiciera.
De eso hay quienes pueden dar fe; de lo que no, es de mi molestia. “Cuando los canonizan ‒pensé‒ quizás se vuelven creídos”. “Se les suben las ‘nubes´ en lugar de los ‘humos´…”, rumiaba egoísta para mis adentros hasta que alguien me recordó que san Romero de América estaba y está muy ocupado intercediendo en favor de las mayorías populares de nuestro país y el mundo. Menudo trabajo; por algo es el santo patrono de los derechos humanos. Lo entendí y me consolé porque, no obstante la espera, llegó por ella y ‒me imagino‒ hoy la está preparando para que le ayude en su celestial defensa de la dignidad humana.
Más allá de sus “tufitos”, algo le heredó a tres de sus hijos en esa materia. Ella también vivió tiempos difíciles. Su edad: una incógnita por razones que no vienen al caso comentar. Pero nació casi una década antes de la matanza de enero de 1932; fue niña, adolescente y joven durante la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez. Su “primer amor”: uno de los tenientes sublevados contra el tirano en abril de 1944. “Me lo fusiló Martínez” decía, cuando le preguntaban por él; lo lloró a pesar de ser “platónico”. Otro evento cercano a ella: meses después sus hermanos menores, Roberto y Fidias, fueron parte de una fallida “invasión” emprendida para derrocar al coronel Osmín Aguirre.
Mi padre, Roberto Emilio Cuéllar Milla, fue candidato a cuarto regidor para el Gobierno municipal de San Salvador ‒período 1960 a 1962‒ por el Partido Acción Renovadora; más adelante fungió como síndico municipal entre 1964 y 1966, siendo Napoleón Duarte alcalde de la capital por primera vez. Eran “tiempos de conciliación” en los que ser oposición les costaba caro al político y a su familia. De entonces, lo más relevante ocurrió cuando ‒en septiembre de 1960‒ la Universidad de El Salvador fue asaltada por fuerzas represivas oficiales. Con un brazo fracturado y una grave herida en la cabeza regresó mi padre a casa, porque su esposa tuvo el valor para rescatarlo de ‒en palabras de mi hermano Beto‒ las “garras policiales”.
Era “la señora ‘de las cosas bellas y se fue con ellas cuando se marchó. Se bebió de golpe todas las estrellas, se quedó dormida y ya no despertó´. Alberto Cortez cantó así y así le canto yo, mi querida Lya; mi cómplice, mi maestra en el ‘mal hablar´, en el reír y en el gozar. Gracias doña Lidia Margarita Martínez de Cuéllar, heroína de mil y más batallas. Ya no tendré con quién joder…” Eso fue lo primero que escribí tras la cita de mi madre con el santo. Ahora, reconfortado y alegre sabiendo que está con él, debo corregir. Lya, mi hija que heredó de su abuela no solo el nombre sino también otras cosas, me dijo: “Nos tenés a nosotras”. Y es cierto; aunque en otras tierras, tengo a mis hijas.
Y tengo a mi madre que, estando con quien está, vigilará que sea coherente con sus sabias enseñanzas resumidas en tres de sus imborrables frases que me marcaron. De ella aprendí a no creer todo lo que dicen porque “el papel aguanta con todo… Hasta en el baño hay”; a no creerme el mejor ya que “hasta entre los perros hay razas… Y vos me saliste aguacatero”; y a rechazar la injusticia pues “el gato que a mí me araña estando conmigo en paz, por más halagos que me haga no me vuelve a arañar ¡jamás!”. Y a mí me “arañan” cuando atropellan la dignidad de las personas.