Por Gabriel Otero.
PARMÉNIDES CANDELARIA
Don Próspero tuvo numerosos discípulos en el arte de barbear. En el transcurso de 50 años de ejercer el oficio formó, de manera empírica, a varios jóvenes a los que enseñó el uso correcto de la navaja y las tijeras, las máquinas rasuradoras eléctricas, aunque útiles, se inventaron para toscos incompetentes que jamás tendrían la pericia y la técnica de un buen barbero.
Parménides Candelaria, un migueleño nacido el dos de febrero y bautizado acorde al día del santoral, como se acostumbraba, corrió con suerte de que sus padres no se decidieran por los nombres de Burcardo o Flósculo, fue el depositario del legado de los secretos de don Próspero. Comenzó, desde abajo, barriendo los pelos cortados de la clientela y cepillando las tinas lavadoras de cabello, después ascendió y tuvo la posibilidad de convertirse en el estilista oficial para niños y fue pasando por toda la jerarquía de la barbería hasta llegar a ser el segundo de a bordo.
Nada sucedía en el local de la 25 avenida norte sin la anuencia de Parménides Candelaria, pero vendrían tiempos difíciles y de renovación, las barberías empezaban a transformarse en estéticas unisex, y las que no, estaban condenadas a desaparecer. Una legión de afeminados egresados de las escuelas de peluquería en México y Nueva York expertos en cosmetología y estilismo encabezaron el cambio y para una sociedad tradicional y mojigata como la salvadoreña le sería complicado adaptarse, pero al final no tendría opción.
La barbería de don Próspero tenía cada vez menos clientela, y de ser un lugar bullicioso, un silencio de muerte la invadió hasta hacerla claudicar. Don Próspero, cansado e invadido de cáncer en la próstata, se retiró y a los meses falleció, abandonado a su destino en la cama de un hospital.
Parménides Candelaria fundó entonces su propia peluquería, acorde a los caprichos de belleza de las nuevas generaciones. Abrió su local sobre la calle Gabriela Mistral casi esquina con el Boulevard de Los Héroes, y le imprimió un toque juvenil y colorido a las paredes de la estética, pero no abandonó la barra bicolor distintiva de las barberías y la colocó en la entrada.
Los niños a los que había cortado el pelo en la barbería de don Próspero ahora eran adolescentes y jóvenes y empezó a atraerlos a su negocio mediante un marketing poco usual: se suscribió a las revistas Hustler, Playboy y Penthouse y se las proporcionaba a la clientela mientras ocurría el proceso de corte de cabello.
Aquello se abarrotó de testosterona juvenil, tanto que había una agenda repleta de citas con varios meses de antelación, y los papás no entendían la manía perniciosa de sus hijos de cortarse el pelo tan seguido. Lo de las revistas era un secreto a voces en los colegios de hombres y nadie podía perderse el espectáculo impreso y la selección de mujeres de Hugh Hefner, Larry Flint y Bob Guccione, gurús de la pornografía y cuyos nombres y obras estaban proscritos en las iglesias y los manuales de buenas costumbres.
Pronto Parménides Candelaria estableció otra sucursal en la avenida de Los Andes frente al antiguo hotel Camino Real, el negocio iba de maravilla y planeaba abrir otras peluquerías en Santa Ana y San Miguel, hasta que una madre de la liga católica se enteró por las infidencias de su hijito, del material impreso que veía cuando le cortaban el cabello.
Y se armó el escándalo, acusaron a Parménides Candelaria de perversión de menores y huyó del país escondido en un camión con un cargamento de mamones. Jamás regresó.
Los que fuimos a su peluquería la recordamos como sitio de culto y el único lugar en donde se podía ver pornografía libremente.
Juventud divino tesoro*, te fuiste para nunca más volver.
- Versos de Rubén Darío