miércoles, 5 marzo 2025
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Barberías (Segunda parte)

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"Don Próspero tuvo numerosos discípulos en el arte de barbear": Gabriel Otero.

Por Gabriel Otero.

PARMÉNIDES CANDELARIA

Don Próspero tuvo numerosos discípulos en el arte de barbear. En el transcurso de 50 años de ejercer el oficio formó, de manera empírica, a varios jóvenes a los que enseñó el uso correcto de la navaja y las tijeras, las máquinas rasuradoras eléctricas, aunque útiles, se inventaron para toscos incompetentes que jamás tendrían la pericia y la técnica de un buen barbero.

Parménides Candelaria, un migueleño nacido el dos de febrero y bautizado acorde al día del santoral, como se acostumbraba, corrió con suerte de que sus padres no se decidieran por los nombres de Burcardo o Flósculo, fue el depositario del legado de los secretos de don Próspero. Comenzó, desde abajo, barriendo los pelos cortados de la clientela y cepillando las tinas lavadoras de cabello, después ascendió y tuvo la posibilidad de convertirse en el estilista oficial para niños y fue pasando por toda la jerarquía de la barbería hasta llegar a ser el segundo de a bordo.

Nada sucedía en el local de la 25 avenida norte sin la anuencia de Parménides Candelaria, pero vendrían tiempos difíciles y de renovación, las barberías empezaban a transformarse en estéticas unisex, y las que no, estaban condenadas a desaparecer. Una legión de afeminados egresados de las escuelas de peluquería en México y Nueva York expertos en cosmetología y estilismo encabezaron el cambio y para una sociedad tradicional y mojigata como la salvadoreña le sería complicado adaptarse, pero al final no tendría opción.

La barbería de don Próspero tenía cada vez menos clientela, y de ser un lugar bullicioso, un silencio de muerte la invadió hasta hacerla claudicar. Don Próspero, cansado e invadido de cáncer en la próstata, se retiró y a los meses falleció, abandonado a su destino en la cama de un hospital.

Parménides Candelaria fundó entonces su propia peluquería, acorde a los caprichos de belleza de las nuevas generaciones. Abrió su local sobre la calle Gabriela Mistral casi esquina con el Boulevard de Los Héroes, y le imprimió un toque juvenil y colorido a las paredes de la estética, pero no abandonó la barra bicolor distintiva de las barberías y la colocó en la entrada.

Los niños a los que había cortado el pelo en la barbería de don Próspero ahora eran adolescentes y jóvenes y empezó a atraerlos a su negocio mediante un marketing poco usual: se suscribió a las revistas Hustler, Playboy y Penthouse y se las proporcionaba a la clientela mientras ocurría el proceso de corte de cabello.

Aquello se abarrotó de testosterona juvenil, tanto que había una agenda repleta de citas con varios meses de antelación, y los papás no entendían la manía perniciosa de sus hijos de cortarse el pelo tan seguido. Lo de las revistas era un secreto a voces en los colegios de hombres y nadie podía perderse el espectáculo impreso y la selección de mujeres de Hugh Hefner, Larry Flint y Bob Guccione, gurús de la pornografía y cuyos nombres y obras estaban proscritos en las iglesias y los manuales de buenas costumbres.

Pronto Parménides Candelaria estableció otra sucursal en la avenida de Los Andes frente al antiguo hotel Camino Real, el negocio iba de maravilla y planeaba abrir otras peluquerías en Santa Ana y San Miguel, hasta que una madre de la liga católica se enteró por las infidencias de su hijito, del material impreso que veía cuando le cortaban el cabello.

Y se armó el escándalo, acusaron a Parménides Candelaria de perversión de menores y huyó del país escondido en un camión con un cargamento de mamones. Jamás regresó.

Los que fuimos a su peluquería la recordamos como sitio de culto y el único lugar en donde se podía ver pornografía libremente.

Juventud divino tesoro*, te fuiste para nunca más volver.


  • Versos de Rubén Darío

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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